Cuenta la tradición que Sócrates, el famoso filósofo griego que vivió entre los años 469-399 A.C., en Atenas, Grecia, se habría iniciado en el mundo de la filosofía después de una breve visita al Oráculo de Delfos, donde según historiadores, estaba inscrito en el pórtico del templo el aforismo “Conócete a ti mismo” – en griego antiguo, γνῶθι σεαυτόν (gnōthi seauton). En la ocasión, el oráculo del templo habría proclamado a Sócrates el hombre más sabio de Grecia, a lo que él habría respondido con la célebre frase: “Sólo sé que nada sé”.
En un mundo donde cada día son anunciados nuevos descubrimientos científicos, no hay nada más actual que esa frase del buen y viejo Sócrates.
Por más actualizados que seamos o que queramos ser, es imposible tener un conocimiento global que nos sitúe dentro de los más diversos campos del saber. Especialista en generalizaciones, el filósofo tiende, desde que el mundo es mundo, a meterse en todo. Esa complexión que tenemos de querer saber todo – desde los conocimientos más elementales a los más complejos – nos hace ver, paradojalmente, que no sabemos de nada y que incluso teniendo una longevidad bicentenaria, aún así sería insuficiente para una sola persona conocer ni siquiera el 50% de lo que actualmente es producido en un día en el Planeta Tierra.
Mantuve durante unos dos o tres años un espacio semanal en la radio, donde abordaba los más diversos asuntos: música, literatura, antropología, filosofía y teología eran mis temas favoritos y eran también los que repercutían de forma más positiva. Hasta que un bello día un ilustre oyente me paró en la calle y me hizo una pregunta inusitada: quería saber cómo funcionaba la Bolsa de Valores. El vejamen por el cual pasé no podría ser mayor. Llegué incluso a sudar de frío. Intenté esquivar, pero como él insistía, terminé confesando: ¡no tengo la menor idea!
Intenté contemporizar, diciendo que iba a investigar sobre el tema y cosas de ese tipo; no sirvió de nada. La expresión de decepción de aquél ilustre oyente era evidente. Avergonzado, salí rápidamente, con una mezcla de decepción, impotencia y pequeñez. Y lo peor: pasados diez años de ese episodio, continúo analfabeto en asuntos ligados al mercado financiero: cambios, impuestos, intereses, dólar, en fin, la lista es enorme.
El primer libro de filosofía que adquirí fue “Arte Poética; Arte Retórica” de Aristóteles, en el lejano año de 1981, cuando era un adolescente de 15 años. La filosofía siempre ejerció una gran fascinación en mí. Pero hablando concretamente, ¿qué se yo de filosofía? Nonada, como diría Guimarães Rosa. Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Hegel, Heidegger, Husserl, Derrida, Foucault, Marx, Nietzsche, Wittgenstein, Lévinas. Por más familiares que esos nombres puedan ser, no es nada fácil examinar o discurrir acerca del pensamiento de cada uno, sin tener que recurrir a anotaciones o apuntes. Otro gran descubrimiento que hice ahora: tampoco sé de filosofía.
La pasión por la astronomía me consume desde mi más tierna edad. Basta una mirada rápida a mi biblioteca y rápidamente encontrará las principales obras de Albert Einstein, Stephen Hawking, Carl Sagan, Ronaldo Rogério de Freitas Mourão y Marcelo Gleiser, todos ellos científicos, físicos o astrónomos con obras dirigidas al gran público, a los aficionados a la Astronomía: física cuántica, planetas, agujeros negros, iones, protones, neutrones, curvaturas del espacio, infinitud, estrellas enanas, supernovas, relatividad gravitacional, etc. De hecho, el Universo es fascinante, pero en frente de tamaña complejidad, de poco sirvieron las horas que pasé de bruces sobre la obra de esos autores. Continúo, aún hoy, lego en Astronomía.
Las ganas de comprender al ser humano en sus más diversas formas también me condujo a lecturas variadas: Freud, de nuevo Marx, nuevamente Nietzsche, Lacan, Jung y, más recientemente, René Girard. Esta búsqueda me llevó durante por lo menos diez años a buscar en la literatura de ficción las respuestas a mis innumerables preguntas, pero sobretodo a una fundamental: ¿qué es el hombre? Dostoievski, Machado de Assis, Shakespeare, Guimarães Rosa, Ismail Kadaré, Antônio Torres, Cervantes, Saramago. La lista es inmensa. Interminable. Todas las posibles respuestas encontradas en esos autores tienen data; o sea, están presas al tiempo y al espacio. No hay nada definitivo. Permanece el misterio.
Ninguna búsqueda, en tanto, es totalmente inútil. Aunque las ciencias del hombre sean de una importancia fundamental para la comprensión del Universo y de la propia Persona Humana, hay, como diría Shakespeare “más misterios entre el Cielo y la Tierra que en toda nuestra vana filosofía”. Y más: si queremos buscar respuestas definitivas para nuestras innumerables e inquietantes preguntas, debemos también buscar o, por lo menos, considerar otras fuentes.
Aunque después de toda esta digresión continúo convencido de que nada sé, puedo afirmar, por lo menos, que para mi contentamiento ya encontré Aquella Fuente donde están las preguntas que buscaba. Y usted también la puede encontrar. Basta querer. Sólo un detalle para terminar: es fundamental percibirse limitado y tener una clara consciencia de que nada se sabe.