La mujer de Potifar

Publicado por Tarzan Leão 21 de julio de 2010

Rembrandt, la mujer de Potifar

Cita bíblica, Génesis cap. 39 al 41

Habiendo José sido vendido por sus propios hermanos como esclavo, fue adquirido por Potifar, general comandante de guardia del faraón Amós de Egipto. José rápidamente se ganó la confianza de su señor, a quien hacía prosperar, pasando a ser responsable por los negocios de la casa.

            A tal punto confiaba Potifar en su siervo que no sabía nada más de sus cosas, a no ser “del propio pan que comía”. Al mismo tiempo, el joven cautivo crecía en hermosura. Un hecho capital en la vida de José fue el asedio que sufrió por parte de la mujer de su propietario – cuyo nombre no es consignado en las Escrituras. La mujer de Potifar comenzó  a acosar al joven hebreo, invitándolo a acostarse con ella. José rechazó vehementemente – le decía que el señor confió todo en su casa, menos a ella y rechazaba tal crimen contra él y contra Dios.

            La mujer continuó en sus tentativas hasta que cierto día en que ninguno de los hombres de la casa se encontraban allá, ella insistió nuevamente. José huyó, pero ella agarró su capa, que quedó en su mano. Entonces, la mujer gritando, hizo que viniesen los hombres de la casa y presentando la capa de José como prueba, lo acusó de intentar llevarla para la cama.

            Cuando Potifar llegó a su casa, le repitió la historia engendrada y éste se lleno de ira. José fue entonces enviado a la prisión del faraón. Allí, José tiene la oportunidad de interpretar los sueños de otros dos prisioneros, lo que le habilitó para, dos años después, salir de la cárcel para interpretar el sueño del faraón y tornarse el segundo hombre más importante del imperio.

Hecho de lo Cotidiano

 “¡Ah, he vivido tan sola!”, suspiró Amalia, mientras Leonardo, el técnico de informática buscaba una solución para su computador que había parado de funcionar hace casi una semana. “¿Usted tiene novia?, preguntó mirando sonriente para el muchacho que sudaba a mares.

             “El problema de su computador es un virus, doña Amália. ¿Ya se lo mostró al señor Hitoshi?”

             “¿Hace cuánto tiempo usted trabaja para mi marido, Leonardo? ¿Él le paga bien? ¿Usted está satisfecho con su salario?”, preguntó fingiendo no oír lo que él había dicho.

             “Creo que voy a tener que llevar su computador para la tienda. El servicio va a demorar mucho, tengo que reinstalar Windows”.

             “Relájese y no tenga prisa. Tenemos toda la tarde sólo para nosotros dos. Y no se preocupe con mi marido, la vida de Hitoshi sólo es esa tienda. Él nunca llega a casa antes de las ocho horas”, completó, desperezándose en la cama.

            Hace meses que Amália estaba con los ojos puestos en Leonardo, el nuevo funcionario de Amatoshi Informática. Moreno, alto, 25 años, rapado al cero, cuerpo delineado de gimnasio, con la camiseta siempre apretada, dejando escapar parte del dragón tatuado en su brazo derecho. Leonardo, desde que fue contratado, se transformó en la fantasía de Amália, que cada día andaba más solitaria y quejosa de su marido porque nunca estaba en casa ni le daba atención.

            Después de días pensando, Amália llegó a la conclusión de que la manera más práctica y segura de quedarse a solas con Leonardo era trayéndolo a su casa. Para eso, la primera providencia que tomó fue desinstalar el antivirus de su computador y navegar buscando la versión más reciente de Caballo de Troya, una que fuese capaz de damnificar el RedStorm, el supercomputador que controla las armas nucleares del Pentágono. Causa y efecto: luego el computador paró de funcionar y se quejó con su marido:

             “Amor, no sé lo que pasó, mi computador paró de funcionar”.    

            “Llama después a la tienda. Voy a mandar a alguien para acá para ver qué es lo que es”, respondió Hitoshi vistiéndose para acostarse.

             “Mañana llamo entonces”, dijo demostrando un total desinterés. 

            Aquella mañana Amália se levanto tempranísimo, pero su marido ni siquiera se dio cuenta. Tan pronto como Hitoshi salió hacia la tienda, ella llamó a Cássia, la mujer que la depilaba.

             “Hola amiga. ¿Estás muy ocupada hoy? ¿No? Ah, qué bueno. ¿Me puedes atender hoy a las nueve? Bueno, entonces a las nueve estaré ahí. Quiero una sesión completa. Necesito quedar linda. Besos”, y colgó.

            A las trece horas en punto ella llamó a la tienda solicitando los servicios.

            Amália no era una mujer que se pudiese despreciar tan simplemente: 38 años, cuerpo en forma, cabellos largos y una profunda carencia afectiva que solamente Hitoshi no percibía, de tan preocupado que estaba de ganar dinero con su tienda de informática que iba viento en popa.

             “Doña Amália, soy yo, Leonardo”, dijo el muchacho por el citófono, anunciando su llegada.

             “Ya, voy a abrir”, respondió tensa mientras caminaba hacia la puerta.

            Cuando Leonardo vio a la mujer del patrón vestida de lingerie y una bata transparente que no escondía nada, comenzó a sudar frío de tanto miedo: pensaba en el empleo y en su madre que tenía que sustentar. Al mismo tiempo, observaba a aquella mujer que lo miraba como si quisiese devorarlo con los ojos de manera tal que, al entrar al cuarto de la pareja donde estaba el computador, luego percibió que ella quería mucho más que una simple asistencia técnica…

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