Ésta es una de las muchas historias extraordinarias que existen en la Biblia. El escenario, el de una película de Alfred Hitchcock. En ella, la sabiduría de Salomón se expresa en forma brillante.
De acuerdo con el libro de Reyes (1 Reyes 3, 16-28), dos prostitutas buscan a Salomón para que el rey les resuelva una seria contienda: cada una acusaba a la otra de haberle robado el hijo. Contextualizando mejor: ambas habían dado a luz en el mismo período, con una pequeña diferencia de solo tres días. Una de ellas, mientras dormía con el hijo, terminó matando al bebé sofocado. Aún de madrugada, cambia al niño muerto por el hijo de su amiga que, evidentemente está vivo. Cuando el día amanece y está despierta, se encuentra con la sorpresa: al procurar al hijo a su lado, percibe que el mismo está muerto. De repente, golpea el dolor, el desespero, el infortunio. “¡No, mi hijo no puede haber muerto! Eso no puede haber pasado. No a mí”, piensa. Y llora amargamente la muerte del bebé, como haría cualquier madre en semejante situación. Se desespera, rasga las ropas, llora, de manera que todos a su alreador también despiertan. Pero cuando el día realmente amanece y los rayos de sol penetran en el cuarto donde dormía, percibe que aquél no es su hijo. El bebé fue cambiado. Y ve para su espanto, su hijo en los brazos de otra, siendo amamantado tranquilamente. “Tú robaste mi hijo. Mi único hijo”, grita desesperada. “No, yo no lo robé”, contesta la otra.
El caso llega hasta el rey Salomón, cuya fama debido a su sabiduría se expandiera por todo el mundo. El rey, conocido como justo y sabio, tendrá la ardua misión de resolver la querella, y lo hace de manera espléndida.
Las dos prostitutas se presentan delante del rey y cada una, a su modo, relata su versión de los hechos. Salomón, aturdido con una historia de tamaña complejidad y sin saber, de hecho, quién estaba con la razón, tiene una idea sorprendente. “Entonces el rey dijo: `Ésta dijo: `éste que vive es mi hijo; ¡tu hijo está muerto!´ – aquella dijo: `No, el muerto es tu hijo; ¡mi hijo es el vivo!´” (…) “Entonces el rey dijo: `¡Traiganme una espada!´ -y le trajeron una espada delante del rey, y él dijo: ´¡Dividan en dos partes al niño vivo, y dénle la mitad a una y la mitad a otra!´” ¡Listo! El problema está resuelto. Salomón, el gran rey sabio, encontró una solución para el problema. Lo que acontece es que, ¡separar en dos a un niño significa asesinarlo! Un niño no es un cabrito, ni un buey, ni una hacienda. El niño es una persona. Y, como reza un proverbio inglés, no hay como hacer omelete sin quebrar los huevos.
“Pero la mujer cuyo hijo estaba vivo” – continua el relato-, “le hablo al rey – porque se enterneció por su hijo – y dijo: `Oh mi señor, déle el niño vivo, solo no lo mate´ -mientras la otra decía: `Él no será ni tuyo ni mio´; ¡divídelo! Entonces el rey respondió y dijo: `denle a ésta el niño vivo, a la que dijo `solo no lo matéis´, pues ¡ella es su madre!´” Y así termina la historia.
René Girard, en su libro “Cosas ocultas desde la fundación del mundo”, analiza el “juicio de Salomón”. Para el autor francés, el trasfondo de la cuestión es la MIMÉSIS, esa tendencia natural que tenemos a la imitación. Nosotros deseamos aquellos que es del otro, no porque sea bueno, sino simplemente porque es del otro. Para comprobar esta tésis, lo invito a una pequeña, pero clarificadora experiencia: coloque a dos niños juntos de edades aproximadas y dé a cada una un mismo regalo: mismo color, misma marca, en fin, idéntico. Espere y vea lo que va a acontecer. No demorará mucho y cada uno entrará en disputa por el regalo del otro.
Moisés, el gran legislador hebreo, profundo conocedor del alma humana, tenía plena consciencia del deseo mimético y de los males que él puede traer a uma determinada comunidad. Tanto así que, al redactar el decálogo que fue inspirado por el propio Dios (Ex 20, 1-10), coloca como gran final, precisamente aquél que viene a advertirnos respecto a esa extraña fuerza que emana de todos nosotros: el deseo mimético. Dice el décimo mandamiento: “No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni su siervo, su sierva, su buey, su asno y todo lo que pertenece a tu prójimo.”
Es con ese problema que el rey Salomón se enfrentó. Y es también con él que nos enfrentamos nosotros día a día. Cuántas veces nos sorprendemos desando aunque sea sin querer: el carro del prójimo, la casa, la camisa, el reloj, el perfume. En otras ocasiones, incluso compramos objetos que ni nos sirven. Pero compramos de la misma forma, al final está a la moda, ¡todos lo están usando! Y ni nosotros nos damos cuenta que parecemos ridículos, ¡que esa ropa es para alguien diez kilos más delgado y veinte años más joven!
Pero la mímesis, es bueno que lo diga, no es en sí un mal a ser evitado a cualquier precio. El propio Cristo nos exhorta a imitar cuando dice: “sed perfectos, como lo es vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,48). Hay que saber qué y a quién imitar.
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