Cuando somos niños, muchas veces en nuestra imaginación las cosas tienen un tamaño y una importancia grandiosa, y solo cuando crecemos percibimos cuan fértil era nuestra mente. …No existe persona más bonita e inteligente que nuestra profesora, nuestra madre es enorme, nuestro padre un superhombre, nuestra casa una inmensidad, la altura de los árboles de mango y de guayaba del patio… ¡no tienen comparación! Con el pasar de los años las cosas mudan de proporción y percibimos que todo no era así tan grande.
Nuestra profesora no era tan linda ni tan sabia, nuestra casa parece que disminuyó de tamaño, nuestra madre, que antes nos sujetaba, ahora se apoya en nuestro brazo para tener seguridad, nuestro padre habla mansamente y está más casero y lento. Solo los árboles de mango y guayaba, que continúan casi del mismo tamaño, te hacen diminuto, sin creer que un día tuviste el coraje de subir en algo tan alto…
Fue pensando en esas cosas que el otro día me quedé pensando en cuan fantástica es la imaginación de un niño…
Fui a una fiesta religiosa en el interior de Minas Gerais, en la ciudad de Ritápolis, próxima a São João Del Rei, donde pude ver y convivir con un pueblo cariñoso y hospitalario y, sobre todo, devoto del amor de Dios y de Santa Rita de Cássia.
La ciudad linda, florida y festiva, adornada con amor y alegría traía también la folía de sus vendedores ambulantes de golosinas y recuerditos, que alegraban a los visitantes y, aún más, a los pequeños, que por esos días no tenían tiempo para nada por la gran cantidad de novedades.
Parando en una puerta donde estaban haciendo adornos, decidí participar, enseñando y aprendiendo a hacer adornos, también entré en los asuntos de la ciudad y me enteré de la portada de la Playboy, del muchacho “casamentero” y del robo y devolución de la imagen de quien más interesaba ahí: Santa Rita de Cássia…
Por la mañana, en la iglesia linda y florida comienzan las festividades, y el obispo, desde lo alto de su poder, estimulaba el fervor y la devoción por la santa, en los viejos, adultos y niños, todos hermanados en la esperanza de bendiciones divinas, mientras ocurrían algunos entreveros que solo quien observa con cariño y curiosidad puede percibir.
Algunos niños en lugares estratégicos, casi al pie del sacerdote, comenzaron una pelea con palabras groseras, empujones y hasta golpes, en cuanto los adultos miraban para arriba, inmersos en el transcurso de la misa, cuando en medio de los empujones, tropezaron con el soporte de la Biblia que cayó lejos. En seguida vienen otros niños compenetrados, perfumando el ambiente con el incensario y, prestando más atención a la celebración que antecedía el ofertorio, los incautos continuaban allá corriendo el riesgo de quedarse con los copetes chamuscados, y las madres, si es que tenían, no aparecían en ningún momento para acudir.
Las beatas que estaban más cerca reclamaban por la falta de educación, y solo conseguirían una atención especial después de haber hecho una larga fila, pero el obispo con su tolerancia y comprensión, acariciaba cariñosamente la cabeza de los “ángeles” que sin percatarse de la sacralidad de todo, fueron a buscar más cosas que hacer…
Cuando cayó la noche aconteció la epopeya. El Señor Higinio, ilustre ciudadano de muchas historias y victorias, en el arte de hacer la fiesta más bonita con su fábrica de cohetes, fuegos artificiales y lluvias de plata, dio un toque de sueño a la hora de festejar a Santa Rita. En un cuadro que encendía para todos lados, con todos los colores bonitos y brillantes, pareciendo estrellas fugaces presas de una forma que solo él sabe hacer, surgió un retrato de la santa que era más o menos de mi misma altura y aunque yo soy bajita, los ojos de él brillaban con la performance, y los de los niños que estaban alrededor, aún más todavía. Él, tal vez por estar cumpliendo una tarea más y los niños por estar viendo la cosa más grandiosa que ya vieron, pues en algunos años más, cuando tengan mi edad, aquellas imágenes en la memoria serán mayores y más brillantes que los paneles iluminados de Times Square.