Hasta hace poco tiempo, yo le tenía terror a la muerte y detestaba ir a velorios. Yo decía como justificativa que sólo iría al mío y sólo porque sería obligado, o mejor dicho, llevado.
Después de leer la obra “La Soledad de los Moribundos” de Norbert Elias, me volví más realista y comencé a aceptar la muerte de forma más natural.
Así pasé a tratar el asunto como cualquier otro. En la vida cotidiana converso con las personas hablando de la muerte y del velorio como una cosa común en nuestra vida.
Un día de estos, conversábamos en el trabajo y surgió el tema de la muerte y del velorio en lugares de interior.
Recordamos que, en el interior, hasta hace muy poco, los velorios eran hechos en casa. Mi interlocutora se acordó que en su ciudad, hasta hace un año atrás, los velorios eran lugares para reencontrar gente e incluso para comenzar noviazgos. Conocidos que hace mucho tiempo no se veían se reencontraban en el velorio e intercambiaban elogios de forma seria o en broma. Noticias de parientes o amigos comunes. Los visitantes llegaban, entraban libremente, pasaban por el difunto estirado ahí en la sala. Una mirada rápida, los primeros saludos y naturalmente se dirigían para la cocina o para el patio, abrazando para dar los pésames a los familiares durante el trayecto. Afuera, cada uno se acomoda como puede. Se sientan en los muros bajos, o se agachan sobre las botas. Unos pocos privilegiados consiguen una silla o algún viejo banquito. Rápidamente comenzaban los chistes y corrían los negocios. Venta de ganado, arriendo de pasto, visitas personales, solicitudes de empleo y todos los tipos de transacción. En algunos momentos, el fallecido llegaba a quedarse sólo o apenas con el pariente más cercano, cuando los amigos no lograban que durmiera. Se repetían frases de costumbre: “Dios sabe lo que hace”; “Ese es el fin de todos nosotros”; “Fue mejor así”, “Descansó”.
Me acordé de un pariente que me contaba que en Pompéu, nuestra tierra natal, el velorio era el momento de ofrecer los mejores dulces y “quitandas” a los presentes. Muchas masas saladas, dulces, queques, jugos, café con y sin leche. Así, una vez fallecieron personas de cuatro familias diferentes en un accidente, y los visitantes, a pie, en bicicleta e incluso en automóviles, se encontraban en el itinerario de un velorio para otro e intercambiaban informaciones sobre el “buffet”, del origen y del destino. En el cruce de los frecuentadores se decidía para dónde ir a pasar el resto de la noche.
También allá, en nuestra ciudad, existía el Concesso, que era un antiguo funcionario del Departamento de Carreteras de Rodaje – DER, que se disponía para pedir ayuda para el entierro de los pobres. Después de recaudar lo suficiente para despachar al fallecido, se reunían en la sala de visitas y se rezaba el rosario sin parar, ante la falta de un asunto mejor. Cierta noche, murió un pobre que vivía en una casucha ahí a la Vuelta del Pantano, entonces un barrio pobre, y Concesso salió en un día de frío y consiguió lo estrictamente necesario para pagar el funeral. La noche demoraba en pasar. Ya habían rezado más de lo que era necesario. Y el día no quería amanecer. Concesso decidió recaudar unas moneditas para comprar una botella de cachaza para aguantar el resto de la noche y el frío de la madrugada. Mientras cada uno de los pobres presentes buscaba en el fondo del bolsillo la contribución solicitada, la viuda, fue a ver dentro de su maleta si tenía una moneda de “diez tões”, que eran diez centavos de cruzeiro para ayudar.
Y Concesso dijo con su modo puro y con autoridad:
-No doña Naná, de ninguna manera, ¡usted ya contribuyó con lo más importante que es el difunto!
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