Quien conoció Pompéu, mi pequeña ciudad, antes de la llegada de la “luz eléctrica” ha de saber muchas historias interesantes, únicas de esa población. Casos de amores profundos y arrobamientos de coraje y osadía. Yo mismo me acordé de algunas historias de amor que merecían cuentos, romances y hasta películas.
Uno de ellos, un hecho acontecido y de conocimiento de casi toda la población, o que por lo menos debería ser, de a poco se fue esfumando para evitar más sufrimiento para las familias. Creo mejor comenzar la narrativa por el fin de la historia, para que se guarde el momento que más me interesa para la finalización de mis escritos.
Cuando recientemente volví allá a residir por menos de un año, me encontré con un buen amigo que al pasar unos pocos días se suicidó, y él, conocedor de mi interés por asuntos de esa naturaleza, eligió el tiempo y la hora para contarme con detalles una de sus proezas. Sí, el famoso contador de historias era en verdad él, protagonista de muchos de ellos, contaba con una sonrisa peculiar que no parecía hacer o deshacer lo ocurrido.
Esa vez él me pidió un tiempo y yo, curioso como yo solo, prometí dejar mis obligaciones y quedarme únicamente escuchando la historia con atención. No necesito abrir paréntesis para decir que mi querido amigo tenía una facilidad muy grande para moverse de una ciudad a otras más cercana o incluso bien distantes. Ya que comencé a contar historias de mi tierra natal, a continuación voy a contar algunas de ese hombre que yo consideraba un sabio comerciante, viajante y filósofo.
Él iba contando con detalles todo el viaje y las peripecias para llegar al norte y nordeste de Minas Gerais. Tuvo tiempo hasta para ilustrar las conversas sueltas con unos y otros durante el viaje. De nuestra ciudad a Teófilo Otoni son más de 700 kilómetros y hay que agregarle a esas centenas las vueltas que tuve que dar para cambiar de conducción.
Llegó a la ciudad, se alojó en una discreta y confortable pensión y descansó hasta la mañana del día siguiente. Vistió su conocido terno de lino blanco, la vieja camisa Tanhauser, la corbata granada con unas pocas líneas negras, el zapato Scatamacchia de otras eras y salió elegantemente vestido por la ciudad. A pesar de estar pasado de moda, él se sentía bien.
No demoró mucho tiempo para encontrar la primera farmacia y – como era bueno para conversar mi amigo – entabló una conversa larga hasta saber quién era el farmacéutico más viejo de la ciudad. Fácilmente el vendedor le explicó cómo llegar a la dirección que él tanto quería.
Llegó a la farmacia y se presentó como representante de laboratorio farmacéutico, remarcando que estaba sólo de paso y estaba aprovechando para identificar posibles clientes para futuras visitas. El viejo, muy simpático pero desconfiado, se envolvió con sus historias y no dejó de contar algunas sobre su ciudad, Teófilo Otoni.
Cuando los auxiliares de farmacia, que después mi amigo supo que eran hijos del farmacéutico, dejaron el establecimiento para comer algo, no me acuerdo bien qué, el falso representante sacó su cédula de identidad y se la mostró al viejo señor. En un instante, el aspecto del viejo señor se deshizo.
Quise saber cómo el visitante descubrió su paradero, cosa que nunca me quedó claro, y le pidió toda reserva porque sus hijos no conocían su pasado antiguo. Acabaron entendiéndose y fueron contando recuerdos e historias como si fueran viejos y buenos amigos.
Al finalizar la tarde, cuando mi paisano ya volvía al establecimiento, recibió la invitación para cenar junto a la familia del farmacéutico: la esposa, bien viejita, dos hijos y dos hijas solteras. Dos hijos más casados vivían en la ciudad con sus herederos ya bien crecidos y no vinieron a cenar.
La cena, preparada por una de las hijas, era bien diferente a la común de nuestros hábitos alimenticios. El cilantro reinaba en medio de los otros condimentos. En nuestra ciudad poca gente conoce ese condimento. Con inteligencia el dueño de casa condujo la conversa hasta donde él quería. La esposa quiso saber más sobre lo que pensaba de la ciudad, las hijas e hijos no tuvieron la curiosidad para preguntar de dónde él venía. Era sólo un representante comercial.
Conversas simples, educadas y elegantes. Elogios a la vida y al amor que unía a toda la familia. Nadie dijo una palabra sobre los tiempos pasados. Terminada la cena, el viejo señor llevó a “su nieto” hasta salir del portón del jardín y con cierta emoción lo abrazó por unos instantes. Cuando mi amigo terminó de contar sobre el abrazo recibido, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Él me preguntó si yo conocía la historia de su abuelo hace más de medio siglo. Yo le dije que sí, pero el narrador hizo oídos sordos y continuó su historia. El abuelo era un joven farmacéutico en nuestra ciudad, padre de la madre de mi interlocutor, la cual era todavía muy joven, y creo que tenía una niña y dos niños pequeños.
Sucedió que en el transcurso de la vida en aquella ciudad que – repito – exhala amor y sexo por todas partes, él se enamoró de una señora también casada, una joven bonita y llena de amor para dar. Unas miradas, saludos, balbuceos ininteligibles de uno para el otro, risitas bien discretas y el amor hizo el enlace que, hasta la época, no era permitido por ahí.
Pero cómo matar ese deseo loco con la presencia de la familia de uno y el marido de la otra allí bien presentes todo el tiempo, en una ciudad donde todos se conocían. Y aún más: sólo había una manera de salir de allí que era la vieja jardinera que arrastraba lentamente por el camino polvoriento de allá hasta la capital.
Crea si lo quiere y quien dude, puede que todavía esté vivo el centenario farmacéutico para confirmarlo. O su nieta que aún vive aquí, en la capital del estado. El respetable farmacéutico fue llamado para hacer una curación justamente en la pierna de su divina amada.
El marido estaba allí en la sala sentado en una silla de mimbre, sin prestar mucha atención, ya que se trataba de un simple curativo. Pero tampoco oía ni siquiera un susurro por parte de alguno de los dos. Un buen profesional de enfermería no necesita ser un charlatán. Habla sólo lo esencial, más allá del buen día y hasta luego.
Cuando el silencio de la madrugada invadió la ciudad de unos pocos miles de habitantes y se calló todo el mundo que dormía como piedras, ni el trote de un caballo bueno para cabalgar se puede oír en la puerta de la casa, localizada en la calle de salida de la ciudad.
Todo arreglado a través de miradas y llevado a cabo en una nota con detalles dejados entre el algodón y la gasa del curativo. En la grupa del alazán la pareja se fue de la ciudad y nadie preguntó por qué.
El mayor misterio es que parece que todo el mundo sabía de todo, pues hasta los días de hoy nadie comenta nada sobre ese romance que sólo tiene como interesado a mí, oyente de la historia, cuento final con que mi amigo se despidió de este mundo.