Oh qué añoranza… ¡de las frutas de mi patio! – parte 1

Publicado por Sebastião Verly 22 de junio de 2010

Una historia lleva a otra. Si comenzamos a contar nuestras historias, podemos muchas veces tejer una red enorme de acontecimientos en nuestras vidas; no pararemos nunca.
Al enviar mi texto sobre frutas silvestres, mucha gente comentó, pero la que más me llamó la atención fue mi querida Adalgiza, cariñosamente, Xixa.
Ella habla de su gusto por las frutas de patio.
Y este es realmente un asunto saludable que nos trae mucha añoranza.           Cuántas veces nuestra casa en la pequeña ciudad de Pompéu fue escogida para el llamado paseo escolar, evento que luego se ganó el nombre de excursión para encuadrarse mejor en el currículo escolar.
Ya conté una de mis proezas cuando doña Yolanda, profesora de un curso que abrigaba a niños y niñas de la elite del centro de la ciudad, cuyos patios eran muy pequeños y contaban como máximo con una o dos plantas frutales y algunas flores y adornos, nos visitó en una excursión con sus alumnos.
Alertamos a los niños sobre aquella abeja a la que le decíamos abejorro, la mamangava o mangangá de barriga amarilla como cantó nuestro estimado João do Vale. Su picada duele exageradamente y muchas veces exigía cuidados paramédicos.
En esa ocasión yo tenía seis años de edad. Fui al patio y traje un mango y un ingá, fruta que nosotros conocíamos como angá. Le pregunté entonces a la profesora qué insecto tenía en las manos. Ella no supo responder y le expliqué que juntando las dos frutas teníamos la mangangá.
Siempre me gustó mucho hacer gracias para los desconocidos.
¿Pero qué tiene que ver eso con las frutas de nuestro patio?
Aunque no fuese época de frutas maduras, el placer de quien iba a nuestra casa era ver el pomar que yo y mis hermanos manteníamos limpio, llegando a barrer el espacio entre los árboles frutales.
Llevar a los alumnos a nuestro patio, que nosotros nunca le dijimos pomar, era una verdadera clase de vida. En la entrada había un jardín con rosales, jazmín, manacás, mulata de sala, dalias de varios colores, miramelindos  y otras tantas que acrecentábamos cada año.
En la cerca de la calle, había un guayabo que daba frutas todo el año. Después que se entraba a nuestro terreno, a la derecha de nuestra modesta casa había una palmera de coco coyol, un tamarindo, algunas plantas de café y un cajú rojo, cuya dulzura aún hoy parece mezclar el agua en mi boca.
Más cercano de la cerca del vecino había un sendero con bananeras que iba hasta el fondo del patio. En el interior, entre esas y otras bananeras se encontraba el mandiocal. La tierra roja de esa área era propia para el cultivo de aquella raíz.
Completaba aquel lado el cañaveral donde siempre había una caña suave que permitía chuparla con la cáscara. Otras, las pelábamos y partíamos rápidamente en  gajos para atender a las visitas.
Por todas partes en el patio se encontraban árboles de guayabas blancas y rojas de una dulzura sin igual. Más abajo en el terreno había otro árbol de cajú y en seguida dos de mango. Volviendo para el centro del patio, la sombra de dos árboles frondosos ocupaba decenas de metros cuadrados del terreno. Uno era de cajú amarillo, uno de los más grandes que he visto, y el otro era de un ingá, donde subíamos con facilidad y recolectábamos las frutas más sabrosas de la época. Me vino el recuerdo de las tantas veces que me puse rojo de vergüenza al mirar para arriba y ver a mis amiguitas con sus falditas rosadas, dejando aparecer los calzones hechos por las costureras de la familia, ostentando pleonásticamente la pureza de sus inocencias.
Cerca y atrás del chiquero, había más de las muchas plantas de banana prata y banana maçã. Casi en la puerta, la parra de uvas que plantamos y dejamos dando racimos maravillosos todos los años. Junto a ella, un árbol de palta común. Al lado, mi hermano plantó un esqueje de chirimoya del cual cogimos sólo un ejemplar, pero dejamos el arbusto vigoroso, produciendo para quien nos sucedió. Allí cerca había uno de los papayos, cuya especie parece no existir más hoy en día. Sus tallos eran morados y las papayas tenían una textura firme y eran muy sabrosas. Además, había en la cerca un árbol de genipa, donde vi por primera vez comer una fruta a mi padre, disfrutándola y después limpiándose su boca y manos con su famoso pañuelo ajedrez.

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