En 1960 llegué a Belo Horizonte desde el interior del estado, donde mi familia aun siendo muy pobre, era estimada, y por eso yo frecuentaba los bailes de la sociedad local. En esa época imaginé que en breve frecuentaría el Automóvel Clube y otros tan bien vistos. Rápidamente me desengañé. Yo estaba a años luz de la punta de la pirámide. Pasaba por la puerta de algunos clubes y me imaginaba cómo sería ahí dentro.
Comencé a leer las columnas sociales y me di cuenta de que mi pariente próximo, Alair Couto, era uno de los empresarios más animados de la capital. Ahí renacieron mis esperanzas, pero el tiempo pasaba y no veía ninguna posibilidad de aproximarme a él o a sus familiares. Todo lo que imaginé sobre Belo Horizonte se deshacía rápidamente. Yo desperté a la realidad. Mi lugar era otro.
No soportaba vivir en ese lugar sin calles abiertas, la Vila Oeste, en Alto dos Pinheiros, donde tenía que saltar un pequeño riachuelo, el Delta, para llegar a nuestra casa. Era casi una comunidad, en donde todos sabían de la vida de todo el mundo. Pero el lugar no tenía una pizca de gracia.
Por la noche yo estudiaba al otro lado de la ciudad y, cuando me daban ganas, escapaba de las clases para ir a coquetear a la plaza Raul Soares. Aquella plaza era el lugar de footing del vulgo. La gente humilde llenaba la plaza, especialmente los jueves, cuando la fuente luminosa se encendía y reflejaba en sus chorros miles de colores.
Ese también era el punto de encuentro de los soldados del ejército que monopolizaban las jovencitas que circulaban por la plaza. Eso reavivaba un antiguo odio entre las instituciones que los soldados de la Policía Militar y del Ejército, irracionalmente, internalizaban como si fuese una realidad de la época. Las escaramuzas eran constantes, un día a la semana, cuando los soldados del Ejército eran liberados y concurrían en bandos a la plaza Raul Soares. Las peleas eran más manuales, chutes, puñetazos y puntapiés. Rápidamente llegaban las patrullas mixtas que traían un sargento de la Policía Militar, uno del Ejército y además, un detective o investigador de la Policía Civil. Algunas veces, esa guarnición tuvo que usar porras para contener los desórdenes. Yo llegué a ir con mi ropa del Ejército hasta la plaza sólo para ver y solidarizar con mis colegas. En ese año comenzó a haber un entendimiento entre los comandos de las unidades y los efectivos del Ejército fueron abandonando la riña de la plaza. En la unidad donde presté el servicio militar estaba el sargento Dirvan, que era de la Policía Militar. Los sargentos y hasta los soldados, casi todos de familias poderosas de Belo Horizonte, Newton Paiva, Virgilio Horácio de Paiva Abreu, Joaquim Simões e Hilton Dias Sarmento, tenían contacto con el sargento. Por ejemplo, cuando jugaban ajedrez en los intervalos de los trabajos, decían: “No me gusta jugar con el sargento Dirvan porque él siempre me gana”. Era una cacofonía con la palabra en portugués “meganha”, que era el peyorativo usado para designar a los miembros de la policía militar.
La guerra se acabó.
La plaza Raul Soares nunca más fue la misma. El gobierno municipal, reformó la plaza dos veces, mejoró la iluminación, reavivó la fuente y cambió la arborización, pero nunca más el pueblo volvió para esa plaza.
Recientemente viví bien cerquita de la plaza y fui para allá algunas veces. En la noche es el refugio de personas que viven en la calle y de otros seres humanos perdidos por la ciudad.
Hoy, aún tengo en la imaginación aquellos momentos en que andaba detrás de las muchachitas intentando marcar encuentros que casi nunca se concretaban.
Los arrobos de esos tiempos son distantes sueños que ahora, en la madurez, renuevan nuestras actitudes y nos hacen sentir caballeros orgullosos de las batallas de otrora. Conquistadores osados que dirigían la palabra con garbo y confianza. Ahora, los tiempos son otros. Las costumbres son muy diferentes.