“La permacultura es un método holístico para planear, actualizar y mantener sistemas de escala humana, jardines, villas, aldeas y comunidades ambientalmente sustentables, socialmente justos y financieramente viables.
El término proviene del inglés permaculture y fue creado por los australianos Bill Mollison y David Holmgren. Se trata de una contracción de las palabras en inglés permanent y culture, o sea, cultura permanente. La sustentabilidad ecológica, idea inicial, se extendió a la sustentabilidad de los asentamientos humanos locales.” Wikipedia.
Abriendo el baúl de la memoria…
Hasta el año 1960 viví en mi ciudad natal, Pompéu, interior de Minas Gerais, donde aprendí casi todo lo que necesito para vivir. Mi padre unía su conocimiento tradicional con las previsiones climáticas y un informativo lunar del calendario anual, la Folhinha Mariana, para efectuar el plantío y también para adoptar los mejores períodos para desmalezar. Lo hacíamos con mucho cuidado, cuando aprovechábamos para “llegar tierra” en las plantas estacionales y permanentes. Se elegía el día 13 de diciembre, día de Santa Lucía, para la primera “planta” de maíz. El día de Santa Bárbara, 4 de diciembre, para plantar ajo, aparte del ajo del viernes santo, única actividad permitida en aquel día sagrado.
Practicábamos un modo sustentable de agricultura y preservábamos el suelo para producir siempre. El patio de nuestra casa servía incluso para excursiones de la única escuela de la ciudad para dar clases prácticas sobre el plantío, para el orgullo de todos nosotros. Más que orgullo, sentíamos la felicidad de trabajar en conjunto y a favor de la naturaleza, cuidando la tierra que nos ofrecía el sustento.
Nuestra casa era hecha de adobe y madera, revocada con estiércol de vaca mezclada en la tierra y con grandes puertas y ventanas, un alpendre de madera al frente, toda la madera pintada de azul contrastando con las paredes blancas, herencia de la arquitectura colonial portuguesa. Al frente de la casa, de un lado al otro, un jardín con manacás, jazmines, rosas, dalias y el frágil beijo, una planta de beijo del norte, más resistente, cóleo y varias mulatas da sala, esta última junto con la palmera-bambú, la espada de san jorge, y potus tienen fama de limpiar el aire al interior de la casa.
El área del patio era de aproximadamente 6000 metros cuadrados, 50 metros al frente para la calle dos Cristos, por 120 de fondo, con dos vecinos a los lados, y con el Riachuelo Mato Grosso al fondo, era un final de calle, el fin de la ciudad e inicio de la zona rural. Se dividía en tres parcelas distintas, equivalentes de terrenos que nos daban casi todo para nuestra alimentación. Al lado del vecino de la izquierda bajaba un surco para las aguas de la lluvia, que evitaba que las crecidas del río lavaran el suelo de nuestro patio. Al fondo, el más bello paisaje de los bambús y la sombra de los crotones, cuyas hojas varían de color a la medida que envejecen, van del verde al amarillo. A la altura de dos tercios del terreno cavábamos pequeños surcos transversales, curvas de nivel naturales para retener un poco el humus traído en las aguas de las lluvias.
Al medio del terreno, preparábamos un monte de vegetales y restos orgánicos en general, inclusive ceniza de la cocina a leña, restos del horno para asar alimentos, y más tarde ceniza y carbón de las quemadas, como llamábamos al horno momentáneo para la quema de ladrillos. Para este monte llevábamos restos de paja, cabellos de espigas de maíz, cáscara de arroz y del café desgranado, raspado de alcantarilla del chiquero y hasta algunas malezas arrancadas con las manos de la huerta y alguna otra planta para darle más fuerza. Los cabellos de las espigas de maíz también eran usados para hacer un té indicado para el sistema urinario.
Aprovechábamos hasta el polvo barrido dentro de casa, en el cual venían pedazos de tierra sueltos de los pies y de los calzados de las personas que pasaban de la sala a la cocina, o traídos de la calle y del patio por el viento, también los excrementos de animales sueltos como perros y gallinas, recogidos con una pala que llamábamos chaula, eran amontonados en el compostaje improvisado.
Allí era el depósito natural para juntar tierra de primera calidad para el plantío dentro de los hoyos de maíz o incluso para mejorar la fertilidad de un cantero de la huerta o jardín. Vale la pena recordar que en su entorno era de donde arrancábamos lombrices para las agradables pescas. La caña del maíz de las proximidades llegaba a ser hasta dos veces más gruesas y fuertes. Hasta el amaranto verde, que nacía en las proximidades, tenía tallos más robustos y hojas más verdes.
Las aguas servidas de la cocina eran lanzadas en las áreas de plantío y ayudaban a mantenerlas fértiles y productivas. Las aguas del lavado de ropa y de los baños en baldes de esa época eran lanzadas al piso del chiquero para mantenerlo siempre limpio. Los cerdos eran alimentados con maíz remojado, con el “lavado” o restos de loza de comida, con verdes hojas de maíz y del amaranto verde. A cambio nos daban carne, grasa, longaniza y las sabrosas partes de la feijoada, especialmente el hocico, las patas y las orejas.
En la porción de la derecha del patio, plantábamos las culturas anuales: maíz, frijoles, habas, quimbombó, zapallo de los tipos moranga y menina, zapallo de puerco, calabaza dulce, marimba, pepino y avanzando un poco al área del otro lado, la huerta con perejil, cebollín, ajo, cebolla, col, repollo, lechuga, tomate, mostaza, cerraja, zanahoria, betarraga, nabo y jiló.
En medio del maizal convivían bien varias plantas de quimbombó que alcanzaban cinco metros de altura. Los frijoles y las habas que mezclábamos en el maizal, cuando eran viscosos sacaban del aire componentes que mejoraban la fertilización de la tierra, enseñaba mi padre. Después de la cosecha restaban en el terreno las plantas de maíz, las pajas, así como lianas de frijoles y de las habas, y también las plantas de quimbombó secas. Todo se transformaba en estiércol para mantener la fertilidad de la tierra. La propia hierba o maleza que nacía por ahí cerca, cuando se desmalezaba, era incorporada allí mismo, en el proceso de transformación orgánica en fertilizante natural.
Al lado izquierdo de la casa, una tierra roja, era el cafetal donde estaban los árboles frutales. Un poco alejado y de forma paralela y casi simétrica con el maizal, plantábamos las mandiocas que nos daban harina para tostar y el polvillo para todo el año. Había incluso una huerta con canteros repicados con azadón y enriquecidos inicialmente con estiércol de corral, de bueyes y caballos, y para mejorar juntábamos un poco de la tierra de los monstruos del patio. Nos dijeron que para el cantero de jiló el estiércol bueno era el de gallina, y nuestro gallinero abastecía el insumo apropiado.
Con ramificaciones por todo el terreno cultivábamos un pomar formado por algunas naranjeras, matorral de bananeras de las “calidades” manzana y plata, que daban para la familia, para dar y vender, una parra de uvas, mora, cajú, mandarina, ingá, que nosotros llamábamos angá, palta, jenipapo, mango, jabuticaba, tamarindo, coco, coyol, fruta del conde, limón capeta o rojo y toronja.
De las bananeras y demás plantas arrastrábamos las hojas y los troncos caídos para descomponerse en medio del naranjal y de otros árboles frutales que se esparcían por el patio. En la huerta y por todo el patio estaban las plantas para los tés caseros: absintio, amor-deixado, boldo, marcela, poleo, menta, y albahaca. Nuestras gallinas limpiaban todo el patio eliminando animales venenosos, aparte de comer los restos que quedaban en el patio.
Antes del fondo del terreno, en un espacio de poco más de 100 metros cuadrados, había un cañaveral que nos daba raspadura y azúcar negro para el consumo durante una buena parte del año. El replantío se hacía con la selección de las cañas más gruesas y más dulces. El cañaveral, así como las bananeras, hasta mediados de los años 50, servía también para instalaciones sanitarias de uso humano, que, por extraño que parezca, también fertilizaba aquellas plantaciones. En las inmediaciones hacíamos enormes agujeros donde plantábamos en medio del estiércol, cáscara de café y de arroz y de la tierra enriquecida en el monte, el “ojo” del ñame brotado y ese cultivo permitía el crecimiento del ñame hasta el increíble tamaño de un metro y ochenta.
Al fondo del terreno, bañado por el riachuelo, primero fue un pequeño pasto para caballos, medio de transporte de mis hermanos más viejos para la hacienda de mi padre, y fue donde mantuvimos durante un año a la querida vaca Faceira, que nos daba una leche calientita y espumante, extraída ahí mismo. Desforestado y desmalezado aquel pantano fue donde plantamos arroz y posteriormente terminó como lugar de alfarería para fabricación de ladrillos, y más tarde se transformó en una lagunita donde criábamos peces pequeños: piabas, peces gato y tarariras. Era un terreno mínimo que nos daba el sustento, el placer y la alegría de vivir en interior.