En el año 1955, con catorce años de edad, fui transferido del Puesto de Gasolina Jussara, que quedaba en la salida de Pompéu, donde aprendí de todo un poco, a la Fábrica de Mantequilla, propiedad de la misma firma, Thomaz Campos & Cía. Ltda.
En la fábrica quedé subordinado directamente a Hipólito, que era hijo de Thomaz, socio y presidente. Como ya lo conocía, yo lo llamaba Hipoltinho. Pero quien me daba órdenes, me enseñaba las actividades y me atribuía las tareas era Zezé do Bahia, primo en primer grado de Hipólito. En la oficina de contabilidad, trabajaba junto a Hipólito mi bellísima profesora Inés Santos, a quien nosotros llamábamos Neném.
La primera cosa que aprendí fue a recibir la crema de leche, la principal materia prima, entregada directamente por los hacendados o traído por los camiones de la fábrica o de los abastecedores de ciudades vecinas. Para mí, fue un gran susto ver llegar esas cremas ya fermentadas para ser transformadas en mantequilla de calidad para exportación. En la puerta de la fabrica se vendía en la tienda a granel, embalada en papel impermeable, o en algunos casos en bellas embalajes metálicos, más como un favor a los amigos.
Vale registrar que había abastecedores de todo tipo. Unos súper aseados traían las latas de 10, 20 o 50 litros, que pertenecían a la fábrica, bien limpiecitas y lavadas. Después que imprimimos el diseño de la marca en bajo relieve encima de la pintura azul en el “cuello” de cada lata, había algunos que hasta retocaban la pintura e insistían en esperar que yo las lavase para llevar las mismas latas de vuelta. Lo normal era llevarse cualquier lata que ya estuviese limpia y seca para agilizar.
Iban, por ejemplo, José Menezes o Zé do Piduca, José da Veiga Reis y una docena más de hacendados que daba gusto atender. Una crema limpia casi fresca y sabrosa. Recibíamos la crema que era pesada y analizada en laboratorio para calcular el porcentaje de agua y grasa y proveer el talón de crédito con el valor calculado. Otro hacendado, por lo menos una vez al año, pedía centrifugar su crema en el acto de la entrega para conferir si el análisis estaba correcto. En ese proceso el agua es retirada y se depura la crema. Siempre obtuvo resultados idénticos, ¡una gloria!
Después la crema era vaciada en un depósito de acero inoxidable, con dos filtros para separar alguna impureza venida de las haciendas, y de ahí a un tanque similar con mayor capacidad, ligado directamente a las centrífugas, que llamábamos batidoras. Habían tres grandes batidoras en la fábrica que funcionaban a plena carga en la época de cosecha y dos pequeñas para usar en la entre-cosecha y para hacer las pruebas solicitadas por los abastecedores.
Al final de la fábrica estaba la caldera que producía el vapor para lavar las latas y los tanques, equipamientos y hasta los pisos. El proceso de extraer la grasa de las latas con el vapor era de una rapidez que hasta hoy me impresiona: había un pequeño equipamiento que soltaba un chorro de vapor para arriba con “bocas” de un diámetro menor que el de la lata. Un manoseo de la palanca soltaba el vapor y en segundos la lata estaba desengrasada. Luego proseguía un lavado con sapolio y jabón, siendo enjuagadas posteriormente. Un potente motor a diesel acoplado a un generador de energía eléctrica proveía agua caliente, oriunda de su resfriamiento, aprovechada también para la limpieza de los pisos.
La mantequilla era batida hasta alcanzar la consistencia ideal, cuando la propia máquina emitía un pito de alerta. Ahí se agregaba agua helada y grandes cantidades de hielo en barra triturado, hasta tornarla homogénea. Luego se pasaba a otra batidora para recibir la sal que la dejaría, sin conservantes, preparada para su almacenamiento y transporte a los países de Europa, que eran los clientes.
Pero había otras etapas: la mantequilla salada permanecía de un día para otro en grandes cajones de madera perforados para dejar que la sal se derritiera y llegase al padrón ideal. De ahí, la mantequilla era enlatada con pesos exactos en vasijas de 250, 500 y 1000 gramos, y de cinco y diez kilos.
Periódicamente, venido de Rio de Janeiro, en ese entonces capital federal, llegaba el fiscal del DIPOA, Departamento de Inspección de Productos de Origen Animal del Ministerio de Agricultura, que en nuestro propio laboratorio realizaba exámenes de muestras recogidas aleatoriamente. La fábrica siempre recibía las felicitaciones por los padrones de higiene y calidad. El inspector era una persona muy seria e insistía en comprar y pagar dos o tres latas de un kilo de mantequilla, cuyas marcas comerciales eran Jussara y Jarina.
Termino contando que muchas veces yo, acompañado de Zezé do Baia o solo, me quedaba en la fábrica hasta medianoche, para mantener el motor encendido para la fabricación de hielo para el día siguiente. El Zezé hablaba en tono de broma, pero lo demostraba en la práctica, que al pasar por el área de producción, donde la mantequilla descansaba y salaba, teníamos que pasar silbando todo el tiempo para que desde afuera las personas supieran que no estábamos saboreando el delicioso producto.
Al día siguiente, a la hora de embalar, la parte de encima de la mantequilla estaba llena de señales de dedos. ¡Pocos se resistían al pasar cerca de los cajones de madera sin “probar” la mantequilla que seguramente era la mejor del Mundo!