Mi padre era un eximio contador de historias. Narraba con seguridad y tranquilidad las historias de todo el mundo. Y actuaba con una sensibilidad como pocos tienen. Mi hermano mayor y yo todavía estamos vivos y tenemos otros tres hermanos más jóvenes, de los que restan de aquella numerosa prole de 34 hermanos, créanlo o no.
Nuestro viejo tan querido, nadie sabe de dónde sacaba una historia para cada noche, sirviéndonos de diversión y ejemplo.
Convoqué una reunión en mi casa, con mis hermanos, mi hijo, mis sobrinos y una sobrina nieta que tenía unas ganas locas de haberlo conocido.
La propuesta es rescatar un poco del montón de historias que él nos contaba e incluso seleccionar las mejores. Lo que me fascinaba es que él era completamente analfabeto y a mí me gustaría saber de dónde él sacaba tantas fantasías que nos encantaban en los años de infancia y hasta hoy nos llevan a viajar en la imaginación libre, leve y suelta.
Me acuerdo para comenzar del momento simple, pero que para mí fue mágico, de cuando él nos enseñó a hacer una balsa. Primero, hicimos la más pobre, de troncos de bananera atravesados con tres varas de bambú.
A continuación cortó 12 mástiles de pita bien secos, los dejó en el tamaño de dos metros- más o menos- y llegó el momento de elegir el bambú para sacar los mejores para la junción de los livianos trozos de pita. Mi padre nos mostraba que los bambús más fuertes eran aquellos que en vez de solamente llenarse, mostraban un color verde amarillado y una mayor consistencia material.
Con una herramienta puntiaguda forzábamos el pasaje de todos los troncos de pita, para después serrar los bambús bien juntos para tener más seguridad.
El mejor remo para la balsa son las propias manos. Pero para ayudarnos nos enseñó a labrar un pedazo de un viejo planchón, que él insistía en llamarlo planchón, para tornar mucho más fácil de manejar el “equipamiento” y forzar la partida de nuestra nave de marineros de primer viaje.
El primer test era hecho allí en el fondo de nuestro patio, donde yo y mi hermano abrimos un surco que unía al riachuelo, independiente del volumen común en los tiempos lluviosos.
Pasábamos horas yendo de un lado al otro en la laguna artificial.
Entrenábamos bastante todos los días, inspirados en los viajes que mi padre promovía todas las noches.
Las lluvias comenzaban y ahí sí, la lagunita se extendía por toda la hierba que se inundaba rápidamente y allí permanecía con aquella agua barrosa que no bajaba tan rápido.
Mi padre, con una vara larga de bambú, nos mostraba cómo las crecidas de los ríos arrastraban el terreno suelto, aquel arenal común durante el período seco y dejaba todo el lecho más profundo.
Por un lado, decía, era mucho más peligroso nadar y sumergirse en esas aguas profundas y mucho más veloces, por otro, era un buen momento para usar nuestra balsa, día y noche, como él siempre hacía en su obstinación.
Durante el día, el nos alertaba al pasar por debajo de los alambres de las cercas vecinas y nos recordaba siempre de andar con el mínimo de cosas sobre la embarcación.
De noche los viajes eran largos, mi padre nunca respetaba ni propiedades, ni límites geográficos y llegaba a invadir otras ciudades, estados y hasta países. Y durante esas lindos viajes, al contrario, él nos autorizaba a llevar tantas y tantas cosas, aparte de utensilios que él mismo creaba y comida que era casi siempre preparada por mi madre. Mi preferida era la paçoca de carne guardada en una bolsa bandolera, que mis hermanas cosían.
Desde hoy hasta el día de mi partida, quiero contar con detalles, recuerdos y memorias que se corregirán en el propio escribir de las narrativas, y aquí dejaré para mi hijo el deber de continuar el viaje de mi padre.
Pido permiso para hacer como mi viejo derviche interiorano y contarles cada día un poco de las aventuras que él nos estimuló a realizar con mucho entusiasmo, coraje y osadía. Si no sirve ahora, puede formar el libro que tanto sueño en escribir, de hoy hasta el 27 de enero de 2016, cuando habré terminado las Mil y una noches.