Cuando llegué a la ciudad Paulo Afonso, en Bahia, nunca había probado el auténtico cocido. Aquel período fue realmente la época de gracia de mi vida. Mucha gente decía que yo era un padre. Yo buscaba oír a todos y guardaba los secretos de todo. En la ciudad, o mejor dicho, en la Vila Poti, que quedaba fuera de los campamentos de la Compañía Hidroeléctrica, yo tenía varias novias al mismo tiempo y a todas yo les gustaba y ninguna recriminaba mi comportamiento. Era la vida que le pedí a Dios.
Periódicamente, los amigos, que luego se tornaron muchos, me invitaban a almorzar en sus casas.
Yo no preparaba comida en casa. Si no había invitaciones, yo salía de los muros del campamento e iba hasta el hotel o a un bar poco higiénico de la Vila Poti. Nosotros, los funcionarios de la Constructora Mendes Junior, vivíamos en lujosas casas y departamentos proporcionados por la Compañía Hidroeléctrica de São Francisco – CHESF, cercados por muros de piedra. Del otro lado del muro, vivía la población local que servía de mano de obra general para la construcción de las represas.
Nuestro Superintendente, dando continuidad a mi vida paradisiaca, pasó a tratarme como a un hijo. Frecuentemente me llamaba para comer en su casa. La costumbre fue quedando tan constante que incluso cuando él estaba viajando me dejó el derecho de ir allá a llenar la barriga.
De lejos yo gritaba “Oh comadre…” pues así era como todos conocían a la empleada del Superintendente, “… ¿tiene almuerzo ahí para nosotros?” Y siempre tenía. Yo entraba, llenaba la panza y volvía al trabajo. La comadre era de esas mujeres simples, pero muy astuta y cocinaba con simplicidad, pero tenía una mano buenísima para los condimentos. Exageraba un poco con la pimienta, lo que me agradaba aún más.
Es interesante contar que durante nuestras conversaciones ella me confesó que creó ese artificio porque no lograba recordar el nombre de las personas. Todo el mundo es compadre o comadre.
Un día la “comadre” me preguntó si yo había comido “cocido”. Tuve vergüenza de decir que no y me quedé divagando. Ella percibió que yo me estaba enredando. Ella fue más allá. No se preocupe compadre, que todo el mundo que viene del sur nunca comió mi “cocido”. Pero usted compadre va a comer. El fin de semana hay una feria en la Vila Poti y voy a comprar los ingredientes allá. Y compró de todo, menos el cilantro que es el único condimento que no me gusta.
Se vino de allá con un kilo de nalga de adentro, cabezas de ajo, perejil, cebollines, mejorana, 1 pedazo de tocino ahumado, unos pedazos de paio, ½ kilo de lomo salado, unos 250 g de jamón, 4 espigas de maíz verde, 1 pedazo de zapallo, más o menos 1kg de mandioca, 1 repollo entero, una coliflor pequeña, media docena de zanahorias, dos papas dulces, dos racachas, 4 bananas, una salsa de col y dos chayotes.
Le pregunté para qué tanta cosa. Iba a dar comida para un batallón. Ella, con su simplicidad, dijo que el compadre se lo merece y no se habla más del asunto.
Comí ese plato delicioso y nunca me olvidé de las sabrosas espigas de maíz bien cocidas. Siempre que conversaba con la comadre elogiaba su plato favorito, el tal cocido, y le pedía la receta. Ella fue postergándolo hasta que yo retorné a Minas Gerais y nunca aprendí a hacer aquel plato sensacional.
Para mí sólo existió aquel “cocido de la comadre”.
Existe una canción cuya letra dice “una francesa que comió de mi cocido, abandonó al marido y nunca más volvió para Francia”.
Si fue uno cocido como el de la comadre, esa letra es verdadera.