Desde que paré de fumar tengo compasión de los fumadores, pero abomino el humo del cigarro. Con el dinero que economicé al parar de fumar, en 20 años, patrociné dos viajes de mi hijo a Europa, permaneciendo allá ocho meses. Mi hermana ahorró lo suficiente para comprar una casa con el abandono del cigarro. Pero Luiza, la empleada de mi sobrino y ahijado, aunque tiene una familia estructurada, fuma exageradamente desde jovencita.
Al volver a Pompéu, mi ciudad natal, yo adoraba conversar con esa joven fumadora. Aclaro: cuando mi hijo nació, yo estaba muy bien de finanzas y salud, teniendo una frustrada experiencia de volver a mi ciudad. Fue mi primer contacto con la consciencia de la globalización. En la ciudad de poco más de 20 mil habitantes, a las 20 horas, todo para, porque la población tiene que ver las nauseabundas novelas de la Red Televisiva Globo. Igualito a los grandes centros metropolitanos. Yo no tengo estómago suficiente.
Compré una tienda e instituí la costumbre de tomar unas tres cervecitas para “bebemorar” todos los días el éxito, hábito que aprendí con mi hermano más viejo, que cerraba el expediente de su tienda en el barrio Barreiro, en Belo Horizonte, con media docena de cervecitas heladas. En la punta del balcón, llegaba a una media docena de vasos y nosotros alrededor contando historias.
Luiza siempre se aproximaba con un ojo en la tienda vecina de mi ahijado y el otro en la rueda que se formaba, el cigarrito siempre en la mano o en la boca y un vaso cautivo reservado diariamente.
Una tarde de esas, las compañeras y compañeros de vaso sufrían con los personajes de novelas y yo desvié el asunto para la necesaria solidaridad humana en la vida real. Comentábamos que en la ciudad siempre tuvimos un mendigo joven del cual nadie sabía su procedencia. Uno de los primeros fue Mané Leitão, después Waldemar Leitão, que decían que era su hermano. Ambos serían hijos de una viuda que, expulsada de una hacienda, después de la muerte del marido, vino a morir en la prostitución y en la cachaza, dejando a los niños desprotegidos. Recordamos a
Dejo, que creció realizando pequeños hurtos y que era responsabilizado por todo lo que se desaparecía, aunque hubiese sido el hijo de un grano fino quien había sustraído el objeto del hurto. Un día llevaron a Dejo al río São Francisco y lo despacharon para otro mundo. Nadie dijo una palabra. El silencio en esos casos, es una ley antigua de aquellas bandas.
Pensé que fui yo quien había mudado el rumbo de la conversación, solamente no entendía, por qué continuaba por todo ese tiempo, ya que el hábito era hablar hasta por los codos. Los temas surgían y desaparecían rápidamente. Imagino que salí para atender a un cliente que quería hilo, aguja o botones, no sé, pero era lo que se vendía cerca de las seis de la tarde.
Volví al grupo, me quedé oyendo y recordando a algunos otros muchachos mendigos de la ciudad que eran blanco de repugnancia de mucha gente. Las personas se tapaban la nariz y daban vuelta la cara cuando pasaban cerca de ellos, porque ellos estaban hediondos, ya que orinaban donde dormían, en el propio lecho, en las calzadas o en los paseos de las calles del centro. Sólo después de haber oído un poco más de la conversación, alguien me mostró apuntando con el dedo a un muchacho al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de distancia de mi tienda. El chico estaba lleno de heridas y pus en las piernas, el rostro y en todas las partes descubiertas de los trapos sucios que lo vestían.
Me contaron que el padre, un gran profesional, creo que bombero o electricista, no sé, llegó a la ciudad con la esposa y su hijito. Muy trabajador, traía a su hijo como un príncipe. Pagaba el arriendo adelantado para mantener su imagen de una persona correcta. Con pocos meses en la ciudad la mujer se enfermó y falleció inmediatamente. El viudo, a pesar de ser joven y saludable, simpático e incluso buen mozo, no mostraba ninguna intención de casarse de nuevo. Extrañaba a su finada esposa y, tal vez, para compensar, cuidaba aún mejor del niño.
Nadie sabe cómo, un triste día, el padre también apareció muerto. Muerte natural. No tenía parientes y nadie sabía su procedencia. Todo lo que él tenía fue desapareciendo. El muchacho, ya crecido, que en la ocasión estaba con unos 13 o 14 años, pasó a dormir en la calle y vivir de la caridad popular.
Miré nuevamente al joven y, aún estando a esa distancia, era posible percibir las heridas en su cuerpo, lo inmundo de sus trapos y el rostro esquelético y sucio, durmiendo en el lecho del cemento sucio humedecido con su orina.
Todos estábamos con los ojos rojos. Le pedimos a Luiza que apagase el cigarro. Ese humo del tabaco irrita los ojos de cualquier cristiano. Por lo menos esa fue nuestra conclusión.