Por los años 50 y 60, en el interior de Brasil, uno de los entretenimientos en los días libres era la pesca o la caza.
Para la pesca, aprendíamos desde temprana edad todos los requisitos. Sabíamos torcer alfileres y hacer anzuelos de todos los tamaños, derretir un pedacito de plomo para hacer la plomada, el peso que hace al anzuelo hundirse en el agua y finalmente del nudo más simple al más sofisticado en forma de horca. Cuando era necesario, trenzábamos pequeñas cadenas de alambre, especialmente para la pesca de la tararira, que tiene una fuerza enorme en los dientes y corta cualquier hilo. El hilo, en general, eran restos de carretes y no conocíamos todavía el hilo de nylon. La varita era de bambú, madura y firme, bien cortada y tostada en el fuego del horno para quedar más sensible y resistente. La fase de cazar lombrices para anzuelo era una especialidad. Sabíamos encontrarlas fácilmente cavando bajo los terrenos húmedos de los monstruos formados con la descomposición de restos orgánicos por el patio.
Después había que ir al riachuelo y elegir el pozo, aprendíamos a identificar dónde se refugiaban los peces gato y tarariras y los pequeños corredores para los lambarís, que nosotros llamábamos “piabinhas”. En casa la fiesta ya estaba garantizada. Primero limpiar los pescados, comenzando por los mayores, algunos con más de 20 centímetros, después limpiar los desechos de piabas, desde los mayores a los pequeñitos.
Algunas veces era la manera de conseguir un complemento o “mezcla” para el arroz con frijoles hecho en casa. Estaba también el colador de bambú que usábamos para capturar mayores cantidades de pescados especialmente en los pozos mayores y pequeñas lagunas, formadas después de las lluvias. Pero generalmente era una farra, y cuando era posible incluía a hombres, mujeres y niños que iban hasta tarde en la noche en esa confraternización que parecía un picnic.
La fisga era una especie de arpón hecho de una lonja de bambú donde se tallaba una punta. Era más como competencia y era poco lo que fisgábamos con ella. En silencio absoluto nos aproximábamos bien cerca del pez y ¡zas! El domingo era día de pesca y más orgullo aún mostrábamos cuando llegaba algún muchacho de la capital que nos acompañaba en la diversión.
La caza, ya era más rara. Hacíamos tirachinas que en mi ciudad eran conocidos como bodoques.
Con un par de gomas de cámara de aire, de preferencia de automóviles menores, con un centímetro de ancho y cerca de 30 centímetros de largura. Un pedazo de cuero suave de 2,5 por 5 centímetros recortado hábilmente para encajar el “proyectil”, piedras, pedazos de teja o canicas viejas, algunas veces esferas de acero, amarradas firmemente en un gancho de guayabera o guapurú, en forma de Y, que servía para estirar las gomas y lanzar el “proyectil”.
Salíamos a la caza de columbinas, de las especies “caldo de frijoles”, “fuego apagó”, palomas violáceas, palomas verdaderas, y de esas bien raras, tataupás, codornices y una vez u otra, perdices. Las columbinas bien limpiecitas y fritas daban para comer hasta los huesitos. ¡Una delicia! Las demás cazas se cocinaban como los pollos de casa, que era la forma de criar gallinas, sueltas en el jardín.
Cuando ya éramos un poco mayores, después de los doce o trece años, ya podíamos usar la escopeta de cargar por la boca.
Comprada en el comercio de la ciudad o hechas en casa, eran siempre un peligro. El uso de esa arma exigía una consciencia mayor. Le espingarda comprada en las tiendas era acompañada de una varilla para cargar por la boca. El cargamento, como decíamos, se hacía colocando una porción de pólvora, un pedazo de esponja que debería ser bien empujado hasta la “varilla saltar”, una porción de 5 o 6 perdigones y nuevamente la esponjita, las vegetales eran las mejores, pero podía ser papel de periódico también. Esta segunda esponja no debía ser empujada, sino sólo ajustada para prender las bolitas de plomo. Si se apretaba mucho, podría reventarse el caño, especialmente cuando era hecha en casa con cañitos del mango del paragua. En el gatillo de la escopeta, aquel tubo pequeño acoplado al final del caño en contacto directo con la pólvora, era colocada la espoleta. Ante la falta de ésta, era puesto fuego directamente con un encendedor o un palo de fósforo.
Con la escopeta matábamos animales de pelo como conejos, cuis, y una única vez, un venadito. Y disparábamos también a animales depredadores como la zarigüeya, lagartos, las cobras y los pequeños gavilanes que amenazaban el gallinero.
Después vinieron los esparaveles para la pesca, las carretillas y carretes, las escopetas cortas, los arpones y el “batinho”, una especie de mini arpón, una fisga presa a un grueso hilo trenzado disparado con escopeta y hasta anzuelos artificiales.
En esos tiempos todo era mucho más divertido. Bellos tiempos.