Me acuerdo del deslizar silencioso de los trolebuses y el ronquido agradable de los tranvías al frente de la estación cercana a la de buses, sin el humo negro que hay hoy. El olor agradable del café fresco se mezclaba con el de las frutas de los puestos de la Avenida Paraná: “¡Café Cruzeiro Extra!” Los lustrabotas anunciaban: “Mire el lustro americano, pasa tintura, pasa paño, pasa cera”. “¡Diario de Minas!”, gritaba el diarero.
Mi corazón se aprieta al recordar los árboles en doble fila que enmarcaban la Avenida Afonso Pena. El alcalde Jorge Carone en 1963 mandó a cortarlas, pues incomodaban el tránsito. Pero fue más violento para Belo Horizonte el hecho perpetrado por el “gobernador” Rondon Pacheco, nombrado por los militares. Fue de él que partió la autorización para que la Empresa Minerações Brasileiras Reunidas, MBR, hoy incorporada a la Vale do Rio Doce, destruyera buena parte de la Serra do Curral, que le dio el nombre de Belo Horizonte a la capital de Minas Gerais.
Junto con los árboles y parte de nuestro bello horizonte, desaparecieron muchas de las tiendas que había ahí. Para mí el centro, que nosotros llamábamos de “Ciudad”, permanece vivo como un terreno bucólico de mis recuerdos. Las señoras que llegaban desde el interior hacían “avenida” del brazo de sus maridos, apreciando los últimos lanzamientos de la moda en las vitrinas de la majestuosa avenida. Sus pies delicados sobre los tacos altos no corrían el riesgo de torcerse en los agujeros que hoy son marca registrada en las calzadas del centro.
La “Guanabara”, con su edificio que ostentaba grandeza, salió sin dejar rastro. La Mueblería Inglesa, que se fundió con las Casas Levy generando la Inglesa-Levy, la Bemoreira y la Ducal, que formaron la Bemoreira-Ducal nos atendía bien, incluso siendo secundaria, y la Sloper merece ser mencionada. De tiendas buenas, ni sobra de lo que era resta ahí en el centro. Las tiendas Hamilton fueron para el Barrio Savassi y para los shoppings. ¿Será que todavía resisten en medio de las franquicias globales? Eran tiendas bellas, donde los estudiantes exponían las fotos de los cursos que se graduaban y cada año más trabajadas las estructuras que ornamentaban el conjunto. Todo el mundo paraba al caer la noche buscando encontrar algún conocido en medio de las fotos de los cursos de las dos honorables universidades: la Federal y la Católica.
La iglesia São José, la primera proyectada para la nueva capital, de un punto de encuentro religioso en el centro de la ciudad, se transformó en un estacionamiento con una reja al frente de la escalera. Al fondo de la cuadra los padres construyeron el “Edificio Santo Afonso”, símbolo del pragmatismo global del catolicismo romano. La de Santo Antonio, de origen discutible, hoy se encuentra atrás de out-doors y propagandas de las tiendas que la circundan, y su área externa se convirtió en un mega-estacionamiento. También la de Nossa Senhora das Dores, en el barrio Floresta, no se quedó atrás y abrió varias tiendas.
En cuanto a los cines, el Glória ya se había ido hace muchas décadas. Restaban el Arte Avenida, el Art-Palácio, el Brasil, el Acaiaca, el Tupi y el Metrópole, comprado y demolido por el Banco Bradesco que construyó ahí un edificio de muy mal gusto. Si el país no pasase por el auge de la dictadura militar, ciertamente habría acontecido alguna protesta contra ese símbolo del capitalismo salvaje que se proyectó a partir de São Paulo.
La papelería Rex incluso intentó mudarse bien lejos, en la Avenida Nossa Senhora do Carmo. ¿Será que sobrevivió? La propietaria, viuda de Antonio Guerra, desapareció del punto más central de la Plaza Sete. La librería Oscar Nicolai, ¡qué lujo era su placa que parecía tener letras de oro! Creo que el Sabino trabajaba allá. Roberto, gran librero y persona, dejó la vida el otro día. La tienda de fotos Zatz, casi única en las fotos 3×4, aún permanece en un rinconcito sin ninguna expresión.
El conjunto Sulacap perdió sus características completamente. Hoy parece más una favela vertical en el centro de la capital. La aprobación de aquella monstruosidad, dicen las malas lenguas, enriqueció al alcalde de la época.
El edificio de la asamblea legislativa en la Plaza Afonso Arinos se incendió haciendo desaparecer las pruebas de la corrupción abultada. Al lado todavía resiste el Centro de Cultura, ubicado en un bellísimo edificio de arquitectura neogótica de inspiración portuguesa. El Gran Hotel cedió lugar al conjunto Arcângelo Maleta.
Los hoteles porfiaron para mantener los nombres que ya no tienen nada que ver con su pasado. El Ambassy, el Financial, el Brasil Palace; el Oeste, El Bragança y el Gontijo, preferidos por la gente cautelosa, algunos se convirtieron en moteles de alto movimiento dentro de la confusión del centro.
Los bancos llenaron las maletas de dinero y se mudaron para São Paulo y hasta para Rio de Janeiro. Alguno habrá ido para Brasilia, donde el papel moneda no queda muy limpio. Pero los bancos fueron hechos justamente para lavar dinero oficialmente. El Banco da Lavoura en el inicio de los años 60 creó la mejor sala de entrenamiento en la Plaza Sete. Después se mudó para los alrededores de la Pampulha. El Bancomercio le brindó a la ciudad un moderno edificio en la calle Espírito Santo. Le hacía competencia al Banco do Brasil y al de Minas Gerais. Después vino el Crédito Real, pero todo se deshizo de sus recuerdos, que ahora nos parecen tan provincianas. El Moreira Sales por lo menos se transformó en un centro de cultura.
El Café Pérola, con la misma categoría, era el punto de partida para toda campaña electoral, para alcade, gobernador o presidente de la república, hoy se volvió un Mc’Donalds, ¡que humillación! Al lado resiste valerosamente el Café Nice, inaugurado en 1939. Vale la pena llegar hasta allá y tomar el café con un sabor especial, parece que realmente es exclusivo.
Bajando la calle Rio de Janeiro, el Grande Camiseiro, donde nostálgicamente un primo mío insiste en buscar piezas de vestuario que él aprecia: camisas de puro algodón, jeans de calidad, cinturón de cuero auténtico. Permanecen incluso algunos vendedores antiguos. Más abajo, el Mundo Colegial desapareció tan rápido como llegó el progreso.
Lo que restó tuvo que mudar las apariencias para sobrevivir. Algunas zapaterías, la Americana o la Praça Sete Calçados se desfiguraron para sobrevivir. La Balalaika se incendió. Y comprar en la Radiante ya no es una ganga. Es simplemente imposible. ¿Y el Nacional Magazin que fin tuvo?
De bares y restaurantes no resta casi nada. La Tirolesa, punto de encuentro donde conocí a Nelson Gonçalves con la Mara Rúbia, fue una de las primeras en cerrar las puertas. La Cantina do Ângelo, era un local para conmemorar el recibimiento del primer sueldo en un empleo nuevo, con sus masas y vinos. Resta el Café Palhares que sigue resistiendo a todas las pruebas con su famoso Caol. Hoy nadie más quiere saber por qué el plato se llama Caol, que son en portugués las iniciales de cachaza, arroz, huevo y longaniza. Pero hasta el plato sufrió mudanzas. En lugar de la cachaza se puede servir cerveza, y hasta carne si alguien lo pide.
Buscar esas tiendas en el centro es un pasatiempo de personas nostálgicas. Nosotros vamos mirando los malos gustos del caos urbano contaminado, ruidoso, congestionado y salvaje que se instaló en el medio de la Capital y diciendo para los más jóvenes: allí estaba cierta tienda, aquí era cierto banco, y la descripción de una “Ciudad” bucólica va alimentando sus nostalgias de la Belo Horizonte de otrora.