Antes de contar lo que realmente deseo relatar, voy a rememorar una de las conversas que más me reconfortó en el momento en que me separé de mi esposa.
El Doctor Paulo Eduardo de Camargos, uno de los mejores médicos que conocí, que Dios lo tenga en su gloria, intentando confortarme me contó una historia de un médico amigo suyo que tenía tres hijos, dos niñas y un niño. Cierta noche, cuando volvían de la casa de campo donde pasaron el fin de semana, hubo una discusión entre la pareja. El marido intentó contemporizar hasta no poder más. La mujer decidió que lo abandonaría en ese momento y que iría a vivir en la casa de sus padres. Él, que se quedó en casa, conversó con los hijos que ya tenían una edad suficiente para comprender y, para su decepción, los tres decidieron acompañar a la madre. El Dr. Paulo solidarizaba con el amigo y explicaba que la madre pasa nueve meses sola con su criatura y después pasa horas y horas ofreciéndole lo más fuerte y agradable que tiene, su leche pura y saludable.
Aquí, el Doctor Paulo, su amigo y la familia dejan nuestra conversa.
Conté hace pocos días lo abatido que volví después del examen médico con mi urólogo. Está todo bien, pero yo frente al constreñimiento tuve momentos en que quedé con la moral baja. Aquí también dejan mi narrativa mi médico y mi tristeza.
Estando en la parada de transporte colectivo vi llegar a dos mujeres, una sacudida en sus casi cincuenta años y la otra, una muchachita de no más de veinte años. Durante la espera de los respectivos buses, me enteré al oír la conversación que se trataba de madre e hija y, en los brazos, el nietecito; hijo de esa linda joven.
Las dos, que viven en una favela, caminaron hasta la avenida para tomar el bus. Apenas llegaron la joven se levantó la blusa del uniforme de una concesionaria de vehículos y comenzó a amamantar a su hijito. No me contuve de mirar la carita de felicidad del niño. Había algo de magia en esa relación. Con una de las dos manos ella apoyaba la cabeza del bebé y con dos dedos de la otra lo ayudaba en la succión de la leche materna.
El acto se dio en silencio y recordé esa misteriosa relación madre e hijo, esa conspiración que nadie osa deshacer. Aquellos dos seres se mantenían en una sagrada comunión, en profundo sigilo y se entendían sin ninguna palabra. El secreto era bueno porque el bebé sonreía con la mayor pureza. La madre controlaba las emociones, la suya y la del niño, y realmente parecía que sellaban un acuerdo secreto. Sentía el toque de su hijo mientras él se alimentaba. Estaba involucrada integralmente con su pequeño bebé y sólo lo atendía a él.
La madre alejó del seno al niño, quien se mostró saciado, y recogió el pecho con la serenidad y respeto que la ocasión exigía. La abuela tomó al nietecito en los brazos y sin ninguna vergüenza de la media docena de personas presentes en la parada de buses comenzó a quejarse con un lamento de madre, dirigiéndose a su hija con voz tierna, pero que contenía la situación de la joven madre, que según la vieja genitora tenía una vida muy sacrificada para ganar el dinero para su subsistencia. La hija demostraba ser una persona muy simple, de origen humilde y pocas letras, pero transmitía una fuerza que sólo las madres poseen en el día a día. Daba a entender que la muchacha era madre soltera. La discusión era mansa pero la abuela insistía para que la hija viviese más y mejor. La abuela sujetaba al bebé manteniéndolo en una posición vertical para facilitar los eructos.
La hija se arregló en el cuello un carnet de la firma que estaba amarrado en un lazo e hizo una seña para el chofer del bus número 2004 que la llevaría al otro extremo de la ciudad. El bus paró un poco más delante de lo que debería. Ella corrió y aún tuvo tiempo para una despedida más.
Yo, que la seguía con todo mi sentimiento y emoción, percibí que mis ojos se llenaron de lágrimas, pues apenas la chica miró hacia atrás para despedirse una vez más de su hijito y de su madre, yo reconocí en sus ojos las lágrimas que corrieron de los míos.
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