En la silla de la terraza, una vez más yo volaba en mis pensamientos y recuerdos. Pensaba en la brevedad de la vida y en la impermanencia, cuando me vino la canción de Lulu Santos: “¡todo muda todo el tiempo, en el muuuuuundo!”. Sentía el frescor del viento en mi rostro. Y quedé admirada con el bienestar que esto me trajo. ¡Tan simple! Y esta sensación provocó un viaje en el tiempo. Y fui tirando en los hilos de la memoria escenas de cuando era niña y corría por el patio. Yo conocía cada rincón de este patio con detalles: dónde estaban los hormigueros, los nidos de pajaritos, los árboles, sus hojas y sus frutos. Comer fruta, guayaba, mandarina, mango, ciruela, caqui y tantas otras, cosechados ahí mismo.
Ese patio era del tamaño del mundo. Allí inventábamos, junto a mis hermanos, juegos e historias. Algunos días, aventuras emocionantes y peligrosas, desde la caza a tesoros, viajes largos, escalar picos y cerros, construir ciudades, fabricar ladrillos de barro, montar haciendas… También eran comunes los juegos como “soltar cometas”, jugar a las canicas o jugar rayuela. Tiempo de entregarse a cada momento presente. El contacto con cada habitante de ese patio era emocionante: las piedras, la tierra, los animales, insectos y plantas. Al final de un día en el patio, muchas veces la rodilla estaba despellejada, con la ropa y el cuerpo cubiertos de tierra y polvo.
Había una alegría leve y simple. Fue en este tiempo que aprendí a gustar de andar descalza y pisar la tierra.
¡Cómo fue bueno ser niña en el patio de mi infancia!
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