Iniciamos nuestra caminata. Estábamos bajando una de las laderas de la llanura conocida como “Chapada da Água Limpa”, que forma parte de la Serra do Espinhaço, sierra que comienza cerca de Ouro Preto, Minas Gerais, va para el noroeste en la dirección de Belo Horizonte, y después va decididamente para el Norte, separando las cuencas del río São Francisco de las cuencas del este, asumiendo varias formas como la Serra do Cipó, Serro, Diamantina, pasa por Itacambira, Grão Mogol y sigue en la dirección del Estado de Bahia donde forma la llanura llamada Chapada Diamantina. Quien conoce estos lugares sabe del peligro que representan las “trombas de agua”, lluvias que caen de una sola vez, produciendo grandes crecidas de los ríos. El cielo estaba nublado, lo que por sí solo no es extraño en estas altitudes de más de 1300 metros. Pero el tiempo caliente y húmedo es lo que preocupaba al guía, pues era un pre-anuncio de la temida “tromba de agua”.
Luego tuvimos que atravesar dos brazos del arroyo Mocó, que en ese lugar forma una pequeña isla. Cuidadosamente nos sacamos las medias y zapatillas para que no se mojaran. Dio bastante trabajo para colocar de nuevo. Pero alguien comentó: “No quiero andar con las zapatillas mojadas porque se ponen muy pesadas”. Yo pensé: debe ser por esto que yo prefiero caminar sin zapatos ni sandalias. Pero me avisaron que aquí no sería posible. “¡Qué trabajo!” A pesar de que era raso, había muchas piedras resbaladizas en el fondo, por lo que la travesía era lenta. Volvimos a tierra firme, porque en algunos trechos había muchas piedras sueltas y resbaladizas. El camino fue invadido en algunas partes por espinas de lobeira, capín navaja, cipó cortante, gravatá y uña de gato. Era necesario ser fuerte y estar atento.
Cinco minutos después comienza una lluvia. ¡El cielo se cerró! Continuamos nuestra caminata y luego percibimos lo inútil que fue sacarse las medias y el calzado para que no se mojasen en el río. La lluvia se hizo más gruesa, pero para “no morir en la playa”, nadie titubeó. Todos con coraje y determinación seguían adelante.
La lluvia se hacía más y más gruesa. Subíamos el camino cerro arriba rumbo al diviso de aguas de los arroyos Mocó y Mocozinho. Y el propio camino se iba transformando en un riachuelo del volumen del torrente que bajaba. No era posible ver el piso del camino, o el sendero que un día fue camino. Hasta los inmensos agujeros hechos por los armadillos canastra quedaban cubiertos y de vez en cuando nos hundíamos en ellos. Naiara, mi hija mayor, bióloga, observaba y nos esclarecía sobre los tipos de árboles al margen del camino, el cerrado sucio: Vinheiro preto, pau d´óleo, barbatimão, canela de ema…
Y yo comencé a preocuparme. Estábamos ensopados, la lluvia no daba señal de tregua y el torrente bajaba hacia el arroyo. No teníamos ninguna forma de abrigarnos o acampar de éste lado del río. Estaba enfriando. Edivaldo, que era el conductor y guía más el compañero que ya conocía el lugar, caminaba más rápido y estaba más adelante, fuera de vista. Me acordé que la merienda estaba con ellos.
Después de más de una hora de subida, debajo del aguacero, decidí: “¡Quiero volver!” Ellos querían llegar hasta el arroyo Mocozinho, después de otra vertiente, o sea, media hora más de caminata. Agarré la merienda y sin consultar a los otros compañeros de aventura, pero sintiendo la aprobación de Doña Coló, la falta de opción de Naiara y a pesar de la contrariedad de su entonces novio Carlinhos, ex guía scout que conducía a adolescentes en caminatas ecológicas, decidí volver. Nosotros cuatro dimos entonces “media vuelta, ¡volver!
Ahora la bajada estaba resbaladiza como quingombó. Intenté apurar el paso y Carlinhos me dijo: no sirve de nada correr ahora. ¡El agua del torrente va a llegar al arroyo antes que usted!
¡Qué sofoco! Lluvia que no para, piedras y barro, agujeros de armadillo canastra cubiertos por el agua, algunos trechos del camino se transformaron literalmente en arroyos. Me resbalé y me torcí la rodilla. ¡Qué susto! Pensé que no podría continuar, pero conseguí levantarme, estirar la pierna y no tuve otra opción que olvidar la rodilla y seguir adelante. Doña Coló también se resbaló, pero solo tuvo un rasguño leve y se levantó. Carlinhos cortó una rama de árbol y preparó un bastón, o mejor dicho, un cayado. No le hizo mucha gracia preparar el mío y ofender a su suegra. Sí, porque él, viejo caminante de guerra, ahora tendría que adaptar las técnicas para la “tercera edad”.
Doña Coló pensó que si cantábamos, nuestra tensión disminuiría. Naiara y Carlinhos lo intentaron, pero no acertaron en escoger la música:
“Zorzal astuto del pico dorado…
Capín que él come es capín del inundado
El capín del inundado es capín de mi amor
¡Zorzal astuto del pico dorado!”
Como nosotros mismos nos sentíamos inundados, la canción no nos inspiró.
¿Y el arroyo, o mejor dicho, el río? “No sirve de nada preocuparse. Vamos a pensar en el río cuando lleguemos allá” reflexionó Carlinhos, fingiendo calma. Y para tranquilizarnos, relató que como scout tuvo varios entrenamientos y por lo tanto era doctor en técnicas de sobrevivencia en la selva, hizo cursos de primeros auxilios e incluso de rescate en ríos. No imaginaba el efecto que estas informaciones tuvieron. Me afligí solo de pensar en la hipótesis de que él aplicase todos esos conocimientos, que yo temía que fueran mucho más teóricos que prácticos, ahí, con nosotros.
Finalmente avistamos el arroyo Mocó, ahora ascendido a río, y ¡qué río! Las piedras y el trecho del margen que en la ida nos sirvió de “toilette”, estaba ahora totalmente cubierto por aguas rebeladas. ¿Y ahora? ¿Será que lograríamos atravesar? Este primer brazo era más estrecho y en la venida había sido muy fácil de atravesar. ¡Vamos a correr el riesgo!
Con la rama de árbol, Carlinhos midió la profundidad y evaluamos que aún era posible pasar. Fuimos uno a uno, con apoyo de Carlinhos y ahora cada uno tenía su cayado. Llegamos a la isla. ¿Y el segundo brazo del río? Mucho más lleno y feroz. También era más ancho. Ahora el agua ya tiraba y el riesgo de una nueva crecida (cabeza de agua) y de que el volumen de agua subiese rápidamente era real. Pero con fe y coraje decidimos continuar. Quedarse ahí solo complicaría la situación. Doña Coló se ofreció para ir en primer lugar, después que Carlinhos atravesó y evaluó la situación. Al caminar hacia el río ella tropezó y cayó sentada pero no se hizo daño. Entonces, rápidamente atravesamos para el otro lado.
En ese momento me preocupé con los dos que quedaron atrás, porque el río estaba creciendo. Pero ellos no eran marineros novatos. ¡Qué bueno! La lluvia paró y, mirando al cielo, entre las nubes surgía el azul por el lado de Mocozinho, donde ellos se habían dirigido. Después pensamos que la crecida iba a pasar.
En este instante mis compañeros de viaje se callaron y demostraron cierta frustración: “¿No será que deberíamos haber seguido hasta nuestro destino?”. Percibí que hasta Doña Coló estaba un poco arrepentida de nuestro regreso. Y yo me sentí un poco culpable por traerlos de vuelta. Después de todo viajamos más de 400 kilómetros desde Belo Horizonte y ¡esa era la aventura principal!
Aún faltaba media hora más de caminata hasta el coche: subida, y ¡qué subida! En el medio del camino encontramos arcilla blanca, según Doña Coló, medicinal. Ella garantiza que cura hasta el cáncer. Si mi rodilla doliese sería un remedio óptimo. Se calienta un paño y se aplica por quince minutos, sirve para cólicos y dolores musculares. Cavamos con las manos y trajimos lo que pudimos en una bolsa plástica.
Decidí abrir la mochila para cambiarme de blusa porque estaba con mucho frío. ¡Qué ilusión! Dentro de la mochila estaba todo encharcado, blusas, pareos, billetera con dinero, cheques y documentos. La filmadora también se mojó. Una lección más para los aventureros del ecoturismo: ¿qué cargar y cómo?
Llegamos donde estaba el vehículo, en las ruinas de un rancho de mineros artesanales. Luego, Naiara sugirió: “¿Comemos las galletas?” y se acomodó en un banco de madera. En el suelo había una poza de lodo. Entonces, Carlinhos dijo que prefería comer dentro del coche porque en ese momento los “mosquitos pólvora” nos estaban atormentando a todos, en los brazos, en el cuello, pero principalmente en la cara y en los ojos. Pero Naiara, hambrienta, no quería moverse. Doña Coló y yo nos adherimos a la idea de comer y fuimos a acomodarnos en la estructura de troncos que parecía haber sido construida para ser una cama.
Doña Coló se sentó en un rincón y yo, después de colocar el pote con galletas al medio, me senté en otro rincón. En un segundo los troncos podridos se quebraron en un estruendo. Y yo solo no me azoté en el suelo con lodo porque mis brazos y piernas quedaron agarrados en los troncos más fuertes de la estructura de la cama, resistiendo. Logré salvar la merienda agarrando el pote que casi se da vuelta. Solo cayó una galleta, lo que fue profundamente lamentado por Naiara, que me veía colgada y dijo: “¡Oh, qué pena! ¡Cayó una galleta!”
Viviendo esta escena casi me muero de dar tantas carcajadas. Reí tanto que me dolió la barriga. Pero tengan paciencia que la aventura va a continuar. ¡Hasta pronto!