¿Cómo los niños piensan y sienten el mundo?
A pesar de que cada uno de nosotros, hoy adultos, un día fue niño, es impresionante cómo nos olvidamos de las experiencias, sentimientos, miedos y percepciones que vivimos en la infancia. Esto se confirma cuando observamos la relación de la mayoría de los adultos con los niños. La presión de las tareas, de las responsabilidades, del cumplimiento de papeles y la lucha por la sobrevivencia, presentes en la vida cotidiana de los adultos, pueden ser usados para justificar, pero no explican los equívocos observados y que se repiten principalmente en el escenario escolar, en las familias y en los espacios que se proponen educar.
En un proyecto de formación de educadores de escuela básica se propuso que los participantes, la mayoría profesoras, mujeres y madres, rescatasen e intentasen escribir un memorial sobre sus tiempos de infancia, especialmente la entrada a la escuela y los primeros años. Una propuesta simple generó un proceso intenso en cada una de ellas, que al revisitar y relatar sus experiencias, pudieron percibir que en sus salas de clases reproducen patrones, discursos y actitudes que muchas veces habían sido difíciles y en algunos casos bastante traumáticos en la historia de vida de estas mujeres. ¿Por qué tendemos a reproducir y no a cuestionar el sentido y el significado de nuestra práctica?
“Mi profesora primaria no me permitió ir al baño fuera del horario y no logré controlar. Esto fue motivo de burlas de los compañeros y yo me sentí en una situación vejatoria, sin defensa”. “Mi profesora repitió varias veces que yo no iba a lograr aprender…” Relatos y más relatos. No es nuestro objetivo aquí profundizar en ellos, pero sí recordar cuán necesario es en el acto de educar, colocarse en el lugar del otro. O mejor dicho, intentar escuchar al otro, comprender su punto de vista. En el caso de la relación con el niño, es fundamental saber que no se trata de un adulto en miniatura, sino de un ser con una forma peculiar y propia de comprender y sentir el mundo. No se trata de subestimar la capacidad de aprender y observar de los niños, infantilizarlos de modo de tratarlos como no-capaces, como si fuesen “un venir a ser”. Es común que el adulto no escuche y no responda a las preguntas de los niños. ¡Cómo es importante prestar atención a lo que los niños están diciéndonos con sus juegos, su “imagina que”!
Otro día observaba a una madre que llevó dos hijas pequeñas al Shopping, una de cerca de 6 años y otra entre dos o tres, y mientras esperaba en una fila de banco, se irritaba y le gritaba a las niñas, amenazando a la mayor. ¿Qué estaban haciendo las niñas? Lo que cualquier niño normal y saludable haría: explorar el espacio con curiosidad. Inventaban juegos utilizando los recursos disponibles, como por ejemplo caminar siguiendo las líneas dibujadas en el suelo. Es claro que la madre tenía que cuidarlas para no perderlas de vista, pero si yo me propongo a llevar a dos niñas para cualquier espacio o lugar, es de esperarse que ellas no van a quedarse paradas y quietitas, a no ser que estuviesen con un problema de salud. Por lo tanto, observé que esos gritos y amenazas no tenían ningún sentido para la niñita.
La hija de una amiga fue a estudiar a una escuela cerca de su casa, que era en el área rural de la ciudad. Tenía ocho años y fue a cursar la segunda serie. Fue criada desde pequeña en contacto con la tierra, plantas y animales, y, al mismo tiempo, cercada de adultos que la escuchaban y contaban historias. Por eso era bastante sensible y observadora. La escuela estaba siendo para ella un desafío y tenía dificultad de comprender las lógicas y rituales. En esa escuela nueva ella indagaba: “¿Por qué la profesora tiene que gritar tanto?”. Muchos se acostumbran, pero ella no pudo adaptarse a esa situación. ¡Menos mal! Tenemos mil ejemplos de cómo nos equivocamos diariamente en el trato con los niños. Es humano, pero podemos intentar mejorar, acertar más. Un ejercicio que propongo es el de intentar accesar nuestra memoria y rescatar sentimientos y emociones que vivimos en la infancia, principalmente en la relación con los adultos. Tal vez esto sea más complejo de lo que parece, porque entraremos en contacto con las raíces de muchos de nuestros miedos y no soportaremos solos el dolor y el sufrimiento. Muchas de las profesoras de las cuales hablé en el comienzo de este texto sintieron la necesidad de buscar un trabajo terapéutico más profundo. Ciertamente este proceso provoca mudanzas en las visiones y prácticas.
Creo que la mayoría de los padres y educadores sueñan hacer lo mejor posible para los niños. Pero sólo las intenciones no bastan. Tenemos que prepararnos y, principalmente, desarrollar en nosotros lo que queremos enseñar: espíritu de búsqueda y curiosidad, sensibilidad, creatividad, respeto a la naturaleza y a todos los seres vivos, serenidad y amor.
Y parafraseando a Guimarães Rosa: “Maestro no es quien enseña, sino quien de repente aprende”. Entonces, con humildad, vamos a reeducar nuestro mirar y aprender con los niños, escuchando con el corazón.