Sería buenísimo despertar con el canto del gallo. Son las seis de la mañana. Cierro momentáneamente los ojos, en algún lugar un perro ladra mientras un ruidoso automóvil hace roncar su motor. Debe estar a kilómetros de distancia pero parece zigzaguear adentro de mi cerebro. La oscuridad de la madrugada oculta la polvareda que cubre la hierba que bordea el camino. Puedo imaginar como amarillea todo.
Se que escuchar la sinfonía de los primeros pajaritos , aún dando vueltas en la cama, da una sensación agradable. Es como si una sustancia que causa al mismo tiempo euforia y tranquilidad, fuese inyectada en la vena “del alma”. Luego, sentir el olor del café que escurre por la punta del colador de franela hasta enflaquecer, transformándose en gotas derramadas que dejan atrás el sedimento oscuro agarrado en el fondo del saco.
Solo entonces levantarse de la cama, calzar sandalias y, aún con pijama, sentarse en la mesa.
Endulzar el café con la raspadura de la caña de azúcar, mezclar en él la blancura de la leche grasosa sacada momentos antes de la teta de una vaca generosa.
Saborear la leche cuajada, el queso, melado de caña salpicado sobre una papa asada en el horno de leña.
Comer queque de maíz, pan de queso aún calentito, galletas dulces y saladas, la brevedad, la mermelada de jabuticaba esparcida en el pan y las frutas que el día anterior adornaban el pomar.
Pelar mangos, naranjas, duraznos, cajús, mandarinas, pomarrosas, pitangas, caquis, chirimoyas y retirar un gajo de esa viscosa y perfumada tajada de jaca que se despereza en un costado de la frutera.
Solo ahí levantarse de la mesa y tomar el destino de la vida.
Sentir el rocío sobre el pasto mojando mi pies y captando el momento en que él se desliza, casi como lágrima, en el pétalo de alguna flor. Esa gota cristalina podría estar recorriendo el rojo de algún hibisco, o el blanco de una margarita, linda en su belleza.
Veo gallinas barriendo el terreno y una golondrina estira el pescuezo por fuera de su nido construido en un hueco de la madera que soporta el techo de la terraza. Un bienteveo canta próximo a mi. Un mochuelo salta la cerca y un becerro berra desesperado en busca de su madre. Un hornero pasa apresurado en un vuelo rasante llevando en el pico un trozo de hierba. Su casa en lo alto del jenipapero ya tomó forma y luego estará en la fase de finalización.
Un vaquero pasa y hace señas desde su montura. Va a rodear al ganado pero no tiene prisa.
– O Malhada…A, E,E, Estrella, O, O, ¡Pintado!.
En la orilla de un riachuelo una garza clava a un lambari que baja por su largo pescuezo en una plateada agonía… Ela ve lo engulle con facilidad como no hiciera ni siquiera un “Glup!”
Por segundos me parece que la hacienda es el playground de Dios. La vida pulsa en todo lugar. Rayos de un sol inigualable se reflejan en el agua, dorando y embelleciendo el deslizamiento animado de los patos, gansos y marrecos.
Una jovencita pasa con un montón de ropa sobre la cabeza. Sus caderas se mueven como si oyese samba. Dentro de poco voy a escuchar la ropa siendo golpeada en la piedra, dándole ritmo definitivo a su ritual.
Cuatro chicos nadan bulliciosamente.
En la puerta de la cocina otra joven prueba el arroz en un colador de paja. Está concentrada, separando el joyo de la joya. Un muchacho pasa a caballo y una anciana atraviesa el patio vigorosamente ayudada por un bastón de caña de la India. Está yendo para algún lugar. ¿Y yo?
Bien, Estoy en la boca del Lincoln Tunnel, esperando impaciente mi turno de hacer la travesía que me llevará a Nueva York, el opuesto de todo lo que imaginé y describí en esta crónica parida con el único objetivo de no dejarme enloquecer por el tránsito.