Quise escribir un poema a mi madre. Y no solo a la mía. La intención era homenajear a todas las madres. Pero el poema termino no saliendo, como no ha salido ningún otro verso de la fábrica inactiva que ha sido este baleado corazón.
Doña Marocas, doña Ercília, doña Dozinha, doña Filhinha, doña Lola, doña Esmeralda, Doña Inquina, doña Rute y la mía, eran todas maravillosas.
Me acuerdo claramente de aquellas señoras en mis primeros años en São Raimundo.
Doña Cilinha cantaba en el coro de la iglesia.
Doña Marocas – madre de las jóvenes más bonitas – era sabia, daba consejos y no cargaba con ninguna tristeza en la mirada.
Doña Ercilia ayudaba a los pobres.
Doña Dozinha estaba siempre de mal humor. Su marido se hizo buscador de piedras preciosas y se fue a vivir a Pará.
Doña Lola frecuentaba una iglesia creyente.
Doña Niquinha cuidaba su jardín.
Doña Vilma plantaba hortalizas.
Doña Esmeralda lloraba a escondidas.
Doña Filhinha mentía.
Doña Socorro hacía galletas.
Doña Ireni aprendió a cortar el pelo.
Doña Isaura estudiaba de noche. De día vendía naranjas en la estación terminal del bus.
Doña María era la mejor amiga de doña Conceição, que era esposa de Expedito, que era maquinista de tren.
Doña Laura, de tan elegante, parecía mujer de la capital. Cuando andaba por las calles dejaba olor a lavanda en el aire. Estaba siempre así, fresca, lista para el calor del infierno de Governador Valadares.
Doña Ana era callada.
Doña Angélica alfabetizaba niños.
Doña Joana criaba cabritos. Su único hijo murió atropellado por un camión Scania Vabis.
Doña Rita organizaba la novena.
Doña Juraci creció como señora de tierras, tuvo ganado, era hija de doctor. Envejeció pobre y feliz, emparejada con un vaquero ex empleado de su padre.
Doña Jandira tuvo un hijo prefecto, otro vagabundo y otro medio artista.
Doña Lourdes era viuda. No tuvo la misma surte de Doña Adelaida que se casó por segunda vez.
Doña Cássia fue abandonada por su esposo. Ella, que en la juventud quiso ser cantante y actriz, tuvo un hijo que se fugó de la casa y una hija prostituta. Se mudó a São Paulo y nunca más se supo de ella.
Doña Selma lavaba ropa, así como Doña Auxiliadora y doña Idalina.
Doña Norma conversaba con el viento, apresaba pajaritos y tejía en la terraza de su casa hasta que oscurecía.
Doña Teresa danzaba catira.
Doña Ivonete sabía bordar, sus hijas eran costureras. Su marido era sastre.
Doña Rute lidiaba con un muchacho medio loco que quería sobrevivir de las palabras que bebía de Río.
Maravillosas, aquellas mujeres, lindas, marcantes, cada una con su estilo. ¿Cómo olvidarlas?
Con el avance de la edad ellas se fueron convirtiéndose en otra cosa. Si en la infancia eran nuestras heroínas, con el paso de los años se hicieron santas y, como tal, merecen que todo hijo les construya un altar adornado con las flores del amor eterno y lo replete con la más profunda gratitud.
Santificadas sean nuestras madres.
Santifiquemos. ¡Santifica!
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