Cuando cae la noche, Belo Horizonte tantea algún movimiento cultural en la animada convivencia de los cafés y librerías. Por algunos segundos, trechos de poemas parecen brillar, encantados, desvaneciéndose lánguidamente por las alcantarillas, juntos a las aguas pluviales de esa ciudad asentada sobre ríos.
Pero las minúsculas felicidades de B.H. son precarias y pasajeras, pues son obligadas a acompañar el ritmo mineiro esclavocrata que maltrata y maltrata a los animales, pautado en mil engaños, y que fue así inmortalizado por sus escritores y cantores.
En los “caminos de Minas” se oyen citas de pájaros cegados para cantar mejor, de ruedas de carro de buey que equivocadamente se hacen pasar por bellas tradiciones del campo, de boyadas “dominadas” por el hombre, esa especie caricaturesca que se autodenomina heroica cuando en verdad lo que hace es subyugar y esclavizar a aquellos que no se pueden defender.
La percusión de las molleras de caballos que desde el interior de Minas se transbordan hasta la ciudad, es débil, sollozante, una ignominia traducida para el asfalto. Sus maestros sin maestría, los llamados conductores de carrozas, tienen el porte de los tan recientes señores de esclavos en el punto odioso donde Minas está repleta de memorias y fetiches tales como esposas, cadenas y postes para torturas.
El buen oído, el afinado para escuchar más que oír, percibe bajo el sonido monótono de los carros esa música hedionda que corta la Savassi como un mal augurio. En verdad se asemeja más a una anti-música o a la perversión de ella, el sonido del caballo cojo, llevando la carroza repleta de un peso lancinante que no tiene correspondencia con la condición del animal ni con aquél que realiza la audición de ese melancólico evento.
El caballo cojo es triste, flaco y viejo. Su mirada nunca vaga por los costados pues hay un impedimento físico colocado por el “dueño” para que no se distraiga, de tal forma que su mirada vacía sólo pueda derramarse hacia adelante o para el suelo. Lo que le resta al caballo es una evasión autista, un aislarse de la sed, del hambre y del tedio sólo en una campiña imaginaria de la cual sólo los animales esclavizados poseen el vislumbre.
El hecho de presentarse con diferentes “dueños” sugiere que es un animal arrendado, quedando a merced de jóvenes y viejos sin ningún compromiso que le chicotean obedientes sólo a la aleatoriedad de sus temperamentos y humores.
Los coches y los transeúntes prácticamente no notan ese caballo jadeante que mucho más allá de ellos ya no nota nada, pues parece estar casi ciego. ¿Y qué interés podría haber si viese un mundo de animales humanos agitados y aleteantes impidiéndole llegar hasta la levedad de su campiña?
Las personas que atan los animales a las carrozas son invariablemente pobres recordando mujeres pobres de otrora, que extraían su único sustento de negras esclavas que vendían dulces para sus amas decadentes. Se olvidan que tanto hoy como en ese tiempo, vivir del sufrimiento de otro, aun cuando se es pobre, es vil.
La BHTRANS y el DETRAN, Departamento de Tránsito, del tránsito del caballo no saben nada. Las carrozas no tienen placas, no son multadas. Los animales trabajan de noche, de día y de madrugada. El peso no es controlado. Los funcionarios no verifican si hay algún balde para el agua o hace cuántas horas el animal está trabajando, si soporta el peso, si está alimentándose, si la yegua está preñada, si está con herraduras o si tiene edad para el trabajo.
Belo horizonte duerme sobre la pesadilla de los animales, en un mundo que evita despertar porque habría que realizar muchas modificaciones. La desconfianza que obstaculiza mejoramientos así como la ausencia de generosidad en favorecer al otro – en este caso, los animales – pueden representar trazos de un avaro espíritu mineiro que puede no ser sólo una leyenda.