La Navidad/Año Nuevo es un tiempo en que casi nadie piensa en los animales, solo los digiere por montones. Para esa ejecución de animales orquestada en casi toda la geografía del imperio humano sin que se levanten muchos cuestionamientos, imaginé un sobrenombre: “holocausto de fin de año”. Disgusta y repulsa, previamente sensibilizado, mirar el sufrimiento de otras especies, verlas muertas sobre la mesa, destripadas, deshuesadas y tratadas como meros objetos, solo para dar placer a individuos pertenecientes a la especie dominante instalada en la supremacía de la astucia e inconsecuencia. Mentes brillantes de la política, de las iglesias, de la ciencia y del periodismo se mezquinan a la dicha hora “gastronómica”: nadie aparece para ofrecer a los animales una frase que sea de defensa.
En esa época, las mesas se llenan de perniles con salsa de nuez moscada, pavos, puercos enteros. Cerezas, ciruelas, dátiles y nueces complementan la decoración “Kitsch” de ese festín éticamente dudoso. Si los ojos fuesen sabrosos, con certeza las personas comerían los ojos de animales adornados con hibiscos.
Prima primera de los idos totalitarios, solamente la tecnocracia, con su espectacular capacidad destructiva, consigue matar en tan poco tiempo ese número elevadísimo de animales. Es claro que si no hubiese tantos mercados, no se interesaría en hacerlo.
Pero los mercados son compuestos por individuos incapaces de colocarse en el lugar y el dolor del otro, perpetuando la demanda ampliada artificialmente por los empresarios de “géneros alimenticios”.
Para que nadie tenga su consciencia “incomodada” – las personas tienen horror de ser removidas de la placidez de su conforto-. Se utiliza la vieja y eficaz formula nazi: inicialmente se colocan los mataderos, verdaderos campos de concentración, bien lejos de los ojos de la población.
Subsecuentemente, se asesina a cada animal de forma camuflada, su cadáver peregrinando por varias etapas de maquillaje, en diversos departamentos, llegando al final de la línea de producción de manera irreconocible, cuando un niño no logra más hacer la correlación entre un muslo de gallina plastificada y el pollito vivo con el que jugó. Llamaré a este fenómeno “esquizofrenia tecnológica”.
Mientras tanto, empresas con lucro excepcional se mueven nerviosas por detrás del asesinato de animales, transitando desde la ingenua sopita de carne para el bebé humano al abierto “baby-beef”, que no es nada más que un bife de bebé asesinado de alguna otra especie.
La industria que mueve billones y billones de dólares/euros/reales/otros, tienen sus pies de barro apoyados en la muerte rutinaria y masificada de los animales. La Navidad desnuda aún más ese nazismo: entre melodías suaves hablando de “paz” y campanadas amorosas, las empresas afilan sus láminas, cortan pescuezos, patas y pies. Esos cuerpos mutilados deseaban vivir, pero fueron interrumpidos y devorados sin ninguna culpa por parte de los consumidores, que jamás se preguntaron cuál era el significado de un matadero. Hannah Arendt, que acompañó como periodista el juicio de Eichmann, concluyó que el nazi que había enviado a tantos judíos a la muerte no era un hombre perverso o un monstruo, como se quería probar. Era solo un funcionario mediano, incapaz de reflexionar sobre sus actos o huir de clichés burocráticos.
Infelizmente, la mayoría de las personas del mundo cotidiano, ese mundito nuestro de cada día, es por lo menos en relación con los animales, como Eichmann.
El flujo continuo de muertes de animales en ese tipo de sociedad en que todo es banalizado da la falsa impresión de que lo tradicional es siempre algo “normal” y exento de delito. Poquísimos logran tener espíritu crítico en relación al paisaje inmoral que se ofrece más allá de las mesas de Navidad y fin de año.