Travesía

Publicado por Edmeia Faria 29 de enero de 2014

En la Plaza da Liberdade, la libertad de viajar por mares y tierras desconocidas. Quien tomó un aventón en el Vagón Cultural que “trae el universo de Fernando Sabino hasta ti” puede continuar viajando a través de la literatura mineira, pero el Gobierno de Minas ya mandó a poner el tren en los rieles. Y el maquinista dio la partida. Oídos atentos pueden incluso escuchar el pito en la curva.

Hoy lo que llama la atención del público es una gigantesca urna ancestral, objeto que forma parte de la milenaria tradición china. La creación es del artista chino Zhang Huan, dueño de un lenguaje surreal. Es una de las cuatro piezas que componen la exposición BHÁsia.

El espacio de la Plaza está lleno de caminantes y curiosos. Desvío mis pasos antes de la séptima vuelta y leo en la placa de vidrio al lado de la escultura gigante: “(…) En China existe la tradición milenaria de hacer en vida urnas donde serán depositados los bienes afectivos de una persona cuando ella muera. Esos bienes son enterrados junto al cuerpo, para que lo acompañen en el último viaje de quien los guardó con tanto cariño. El público podrá ingresar en la urna compuesta por 185 placas de hierro – la mayor riqueza del subsuelo de Belo Horizonte – y un piso de placas de vidrio iluminadas”.

Miro, observo, contemplo. Casi entro en meditación y éxtasis. Doy la vuelta y paro ante la puerta de entrada en lo alto de la escalera de dos escalones. ¿Entro? ¿No entro? Un padre ayuda a su hija a subir los escalones; equilibra a la niñita hasta entrar por la puerta. Y se queda mirando. Sólo mirando. Desde afuera. La niña ingresa sola para el viaje a lo desconocido. Tan serena, como si entrase en su casita de juguetes. De manos vacías. Sin llevar sus bienes afectivos. ¿Qué objetos de afecto llevaría una niña en su urna? ¿El chupete? ¿La almohadita? ¿Los sonajeros? ¿Los cascabeles? ¿La pelota? ¿La muñeca? ¿El carrito? ¿O el rayo de sol que se resbala por la persiana entreabierta y es su cinta amarilla en la cuna? Imagino a mis bebés, que ingresaron en el romper de la aurora en ese último viaje. ¿Qué objetos de afectos se habrían llevado si hubiesen nacido en China? En Brasil no tenemos esa tradición. Sólo deposité besos, margaritas, amor-perfecto, lirios, pétalos de rosas, recogidos en mi jardín. En el jardín que cultivamos con todo el cariño y cuidado para atraer mariposas y pajaritos y llenar de vuelo la vida que soñamos para ellos.

El niño explora el espacio. Y vuelve medio decepcionada. Sólo había luz. Una luz clara. El padre, acá abajo, extiende los brazos; agarra a la hijita en el escalón de encima; la apreta contra el pecho. Sin palabra. Y vuela con ella lejos de Asia, a lejos de otro mundo, como si huyera del ángel que viene a guiar a los niñitos en el viaje para el cielo.

Una joven morena y esbelta – cabellos largos, lisos y negros; boca diseñada con lápiz labial red, vestido rojo fluctuante, de un solo hombro; sandalia de taco alto abotonada en el tobillo se aproxima, acompañada de un joven de jeans y camiseta negra – cadena gruesa de plata, piercing en la oreja. Sacan fotos con sus celulares. Fotografían la urna y la placa informativa al lado. Sin leer lo que está escrito. Otra joven pareja se une al primero. Al parecer eran estudiantes de arte. Parecen tener los mismos intereses y objetivos: un trabajo de clase, tal vez. No sé. Espero que entren. Para ir junto a mis compañeros de viaje. Y saber más de los jóvenes esculturales – de su arte, sus mundos, sus miedos y secretos. Y conocer sus bienes afectivos.

Miran la urna. Se miran entre ellos. Comentan con voz grave y sonrisa enigmática. Después se quedan en silencio. Cada uno con sus pensamientos secretos. De repente, la joven de forma escultural y vestido rojo fluctuante jala al chico de camiseta negra y lo arrastra hacia afuera. Con sus pasos de modelo en la pasarela, se alejan levemente lejos de Asia, lejos de China, lejos de otro mundo. Y van a enamorar en la libertad de la plaza.

Miro hacia atrás, para los lados, pare ver si encuentro un compañero de viaje. Sólo transeúntes. Junto coraje. Visto el alma de la niña que acabó de salir. E ingreso a este viaje que tendré que hacer sola. Llevo el carrito de bueyes que mi padre me hizo cuando inicié los estudios de folclore; su último trabajo, a los 84 años de edad, como si estuviera cerrando un ciclo. El primero fue su primer juguete. Él cuenta: “Tuve mi primer juguete cuando yo tenía ocho años: un carrito de bueyes que yo mismo hice. Agarré una cáscara de ficus, hice las rueditas, puse la mesita. Junté tres grupos de buey de espigas. Jugué y jugué. Y después dejé al carrito. Los peones llegaron con los carros llenos de maíz. Los carros pasaban próximo a la pared. Cerré los ojos para no verlos pasar por arriba del mío. Zé Paulo saltó de la cabecera al suelo. Paró los bueyes y empujó mi carrito para el lado. Le quedé debiendo el favor por el resto de la vida. Creo que fue más por esto que a mí me caía tan bien”.

La urna, gigantesca. Tiene espacio para todos mis bienes afectivos: mi Cuadernito del Tiempo Perdido, donde en el hiato entre el curso primario y el curso secundario, yo copiaba poemas, frases y pensamientos de poetas y pensadores universales: “Ando buscando espacio/para el dibujo de la vida”. (Cecília Meireles) “¡Dios! ¡Oh Dios! ¿Dónde estás que no me respondes?” (Castro Alves) “¿Por qué de su distancia/Para mi compañía/No bajaba aquella estrella?/ ¿Por qué tan alta Luzia? (Manuel Bandeira); “El río alcanza sus objetivos, porque aprendió a contornar obstáculos”. (Lao-Tsé) “Un día aprendes que no importa en cuántos pedazos tu corazón fue partido, el mundo no para que lo arregles”. (William Shakespeare) “La imaginación es más importante que el conocimiento”. (Albert Einstein)

Mi diario – compañero y confidente en altas madrugadas de abandono y soledad – barco en la travesía de noches no dormidas, de celibato y de clausura; todas las cartas de amor – barco, brisas, bálsamo y caricias en el mar a la deriva; el botón de rosa roja, oferta del Profesor de Historia, mi padrino de licenciatura; mis tres libros de cabecera: Tierra de los Hombres, de Saint-Exupery: “Lo que salva es dar un paso. Otro pasó más. Es siempre el mismo paso que recomienza”; El Profeta, de Khalil Gibran: “… de la misma forma que el amor os corona, así él os crucifica”. (…) y no penséis que podéis dirigir el curso del amor, pues el amor, si os encuentra dignos, determinará por sí mismo vuestro curso”; Estaciones de la Ausencia, del Poeta Paschoal Motta: “Con el pétalo de tu nombre, / nace la rosa de la mañana”; la sillita que Edimur, mi hermano más viejo, le hizo a mi muñeca. Mi hermano era el muchacho más sabido y corajudo del mundo. Sólo él sabía usar las herramientas de mi padre, andar en bicicleta equilibrándome en la parte de atrás, hacer canoas de pita y navegar en la represa llevándome en la proa, como Iara, la Madre del agua; los tres barquitos de papel, Niña, Pinta y Santa María, con quien yo jugaba en el torrente y navegaba con Edmundo, mi hermano del medio, a quien yo le decía Mundinho. Fue Mundinho el que me inició en las grandes navegaciones – quien hizo mi primer barco y me enseñó a navegar, a lidiar con las tempestades, monstruos y dragones.

Con mi hermano en el comando, navegué en busca de tierras desconocidas. Y llegué a “Puerto Seguro”, con doña Inês, mi madre, gritando por la ventana: “¡Salgan de la lluvia, niños!” Aprendí a amar a mi país, esa tierra en que plantando, todo da”. Aprendí el gusto de la aventura de vivir.

Más tarde, sola por riachuelos, ríos y mares nunca antes navegados, pasé por entre tormentas, enfrenté a monstruos y dragones. Y doblé el Cabo de Buena Esperanza.

Y aun abandonada por la tripulación, navegando en un río de lágrimas, en noches de tempestad, sin brújula y sin farol, con todas las estrellas apagadas, yo no dejé el barco hundirse ni perdí el sueño del navegante. Y seguí cantando la canción de los argonautas: “navegar es necesario/vivir no es necesario”.

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