El brasileño
Lo que le incomoda al brasileño es el propio brasileño. Qué Brasil formidable sería este país si al brasileño le gustara el brasileño.
Nuestra ficción es ciega para el celo nacional. Por ejemplo: no hay en la obra de Guimarães Rosa un sólo estupro.
Se está deteriorando la bondad brasileña. Cada quince minutos aumenta el desgaste de nuestra delicadeza.
La peor forma de soledad es la compañía de un paulista.
No reparen en que mezcle los tratos de “tú” y “usted”. No creo en brasileño sin errores de concordancia.
El brasileño cuando no es canalla en la víspera es canalla el día siguiente.
El brasileño no está preparado para ser el mayor del mundo en ninguna cosa. Ser el mayor del mundo en cualquier cosa, aunque sea en escupir a distancia, implica una grave, pesada y sofocante responsabilidad.
El brasileño, llamado de doctor, tiembla encima de sus zapatos. Ya sea rey o arquitecto, viajero de camioneta, comerciante o ministro, le tiembla el labio y el ojo resplandeciente.
El brasileño es un feriado.
Viernes es el día en que la virtud prevarica.
El bar es resonante como una concha marítima. Todas las voces brasileñas pasan por él.
El sábado es una ilusión.
El artista
Como regla, cada uno de nosotros muere una única y escasa vez. Sólo el actor es reincidente. El actor o la actriz puede morir todas las noches y dos veces los sábados y domingos.
Las pifias son los aplausos de los desanimados.
El artista tiene que ser genio para algunos e imbécil para otros. Si pudiera ser imbécil para todos, mejor todavía.
La platea sólo es respetuosa cuando no está entendiendo nada.
La gran pifia es mil veces más fuerte, más poderosa, más noble que la gran apoteosis. Los admiradores corrompen.
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