Cuando queremos o necesitamos aconsejar a alguien, lanzaremos palabras al viento si no sabemos cómo hacerlo. Si hablamos en un momento de rabia o de irritación, la chance de ser oídos es muy pequeña. El modo en que hablamos y la atmósfera afectiva son más importantes que el contenido. Si hablamos con afecto, mansamente, facilitamos inmensamente que la persona entienda o piense en lo que estamos diciendo. Cuando la persona se siente acusada o condenada, casi siempre intentará defenderse, justificarse, o entonces va a contraatacar, acusarnos, acordarse de nuestros defectos o quejarse de nuestros comportamientos.
Reaccionamos del mismo modo. Cuando alguien nos aconseja con cariño y calma, es mucho más fácil oír lo que la persona está diciendo. Es claro que el otro no siempre tiene la razón. Si logramos responder también con calma y cariño, el diálogo puede proseguir productivamente. A veces la calma en el hablar lleva embutida rabia o desprecio. El veneno será percibido y el diálogo no será productivo. No se trata de aparentar, sino de ser.
El acto de aconsejar puede esconder por detrás de una aparente buena intención un intento de auto-promoción o vanidad. Queremos ser vistos como sabios, conocedores, personas maduras, etc. Podemos tener una vida que no es feliz, un matrimonio que no es bueno, una vida profesional frustrada, pero aún así encontramos que sabemos la receta de la felicidad. Una vez una persona me dijo: “Mi madre tiene respuesta para todo, pero ella no es feliz. ¡Yo lo que quiero es ser feliz!”
Otras veces aconsejamos a alguien y cuando percibimos que la persona no nos siguió, quedamos irritados, ofendidos, nos sentimos despreciados. Y es aún peor si ella ha seguido el consejo de otra persona. Nuestra vanidad es la que fue herida. ¿Será que de hecho sabemos lo que es mejor para el otro? ¿Será que aquello que fue bueno para mí, que me hizo feliz, va a servir para esta persona? A veces somos tan diferentes unos de otros que el remedio para unos es un veneno para otros.
En vista de tantas dificultades hay personas que se callan. Observan pero no participan. Por un lado tenemos al autoritario, el dueño de la verdad. Por otro al omiso, aquél que por miedo a equivocarse no actúa ni habla. Vivir exige compromiso y envolvimiento. Es complicado, pero huir de la dificultad no es resolverla.