Pueden ser muchos los motivos que guían nuestra conducta. Nuestro concepto de cierto y errado proviene de variadas fuentes.
Un primer inspirador de nuestra conducta es el miedo: “no hago esto porque puedo ser encarcelado o multado, porque voy al infierno después de la muerte, porque va a manchar mi reputación, o porque las personas me van a censurar y no van a querer más mi compañía. Puedo perder el amor y el respeto de mis padres, amigos, cónyuge, etc.”.
Un segundo motivo es la imitación: “actúo así porque es así que todo el mundo actúa. Quiero ser normal. Si casi todos actúan de este modo es porque debe ser lo correcto. Quien no lo hace de esta forma está equivocado, es anormal”.
Un tercer motivo es la admiración: “el ejemplo de fulano me conmueve, me sacude, me recuerda que es posible actuar de ese modo. Si alguien logra realizar esto, yo también lo puedo lograr. Él es un ser humano como yo. Aunque hoy no soy tan bueno como él, si yo me trabajo y persisto, un día lo puedo lograr”. Aquél que actúa por imitación sigue al grupo, el ejemplo de la mayoría, que es su límite y norma. Él no quiere destacarse, quiere ser semejante. Aquél que actúa por la admiración sigue objetivos más individuales. Él ve que es posible crecer. Aquél que es diferente puede ser mejor que la mayoría. Él percibe que existe una evolución ética posible al ser humano.
Un cuarto motivo es el deber, el ideal concebido por la razón: “Por el raciocinio percibo que no puedo simplemente seguir mis impulsos o imitar el comportamiento de la mayoría. No quiero vivir como un animal impulsivo, ni como imitador de mis semejantes. Quiero descubrir lo que es verdadero, lo que es correcto. Aspiro a la armonía y al orden dentro de mí. Quiero intentar comprender mis impulsos de acción, mis deseos y necesidades. Quiero comprender las necesidades y deseos de las otras personas porque vivo en sociedad. No puedo hacer sólo lo que es bueno para mí”.
Un quinto motivo que puede inspirar nuestros actos es el amor. En algunos momentos de nuestra vida, tal vez raros, el corazón despierta y de él fluye un poder suave, luminoso y sereno: “descubro que puedo amar sin interés, sin deseo. Cuidar del bienestar de alguien se torna, por algún tiempo, mi principal interés. No espero gratitud ni reciprocidad. Una alegría profunda y calma vive en mí en el acto de amar. Esta alegría es mi recompensa. Aquello que puedo haber admirado en alguien, aquello que concebí por la razón como ideal ético, en este momento se torna capacidad, poder personal. Tengo la certeza que es posible y gratificante”.