Hay momentos de nuestra vida en que podemos decir o hacer algo que tiene consecuencias trágicas o destructivas para otras personas o para nosotros. Puede ser un acto que nace de la rabia, de los celos, de la codicia, del desespero, del deseo sexual, de una negligencia perezosa o de un estado de ebriedad. Podemos causarle la muerte a alguien, heridas graves, podemos matar personas, destruir un matrimonio – el nuestro o el de otra persona-, traumatizar a un niño, o nos involucramos en situaciones que tienen consecuencias jurídicas desfavorables para nosotros. Son situaciones donde somos culpados y no hay cómo negarlo.
Para algunas personas esto puede ser la fuente de un remordimiento que puede durar muchos años. La persona se martiriza, se condena, se desprecia, tiene asco u odio de sí mismo. Es como una nube oscura que cubre la vida de la persona. La alegría seca a la persona y ella no se siente digna de ser feliz.
Puede parecer que esta actitud es la correcta. Si el individuo tiene culpa, es bueno que la asuma. Asumir la culpa es una cosa, pero destruirse por causa de ella es otra. La persona se arrepiente de haber sido la causa de la destrucción de algo o de alguien y se castiga destruyéndose a sí mismo, perdiendo el gusto por la vida. El opuesto de destruir es construir. El error cometido tiene que ser reparado y no sólo lamentado. Es evidente que existen situaciones sin retorno. No hay cómo reparar, compensar o borrar lo que se hizo. Pero si yo no puedo construir algo para la persona que perjudiqué, puedo construir para otros. Si yo fui irresponsable y mezquino, puedo esforzarme cada día para tornarme responsable y generoso. Esto es una reparación, no para aquella persona, sino para la sociedad en la que vivo. Aquél que se envenena en el odio a sí mismo, en la amargura o en la depresión crónica, hace mal a él mismo y al medio donde vive. Irradia una atmósfera nefasta, psíquicamente insalubre.
A veces el odio a uno mismo puede ser una forma de pereza. Yo me destruyo porque no quiero hacer el trabajo de reparar lo que hice y actuar. Tornarse un ser humano constructivo, responsable, solícito, persistente, generoso y alegre es mucho más reparador que cocinarse en el fuego del remordimiento. Perdonarse a sí mismo es necesario pero sólo eso no basta. Sería demasiado cómodo. Me equivoqué, me perdono, y de nuevo repito el error. El perdón a uno mismo sólo es un acto moral y ético si es seguido de una firme actitud reparadora y de auto-transformación. Todos estamos sujetos a equivocarnos, incluso gravemente. Es la actitud que asumimos delante de nuestros errores lo que revela nuestro carácter y nuestra índole ética.