Podemos ser superiores a otros en algunos aspectos. O podemos sentirnos superiores. La superioridad puede ser real o imaginaria. Si el sentimiento de superioridad está asociado con el desprecio, tenemos el preconcepto. Es una forma de agresión, un modo de herir y humillar. Aquél que siente el preconcepto se puede enorgullecer de esto y asumirlo públicamente. O tal vez disimular, esconderse. En otros casos se avergüenza de tenerlo, se siente equivocado moralmente, culpable, pero no logra dejar de sentirlo. La tendencia a tener preconceptos invade todas las áreas de nuestra vida. “Yo te desprecio porque: mi color es mejor que el tuyo, mi religión, inteligencia, condición económica, salud, nivel de educación, cualidades morales, país, belleza física, etc.
Entre otros, tenemos dos impulsos opuestos complementarios. Queremos sentirnos únicos, especiales, admirables. Es el impulso de autoafirmación. Por otro lado queremos unirnos, queremos compañía y ser comprendidos. No queremos sentirnos completamente diferentes de los otros. “Soy humano, estoy entre mis semejantes y lo que quiero, siento, temo, comprendo, otras personas lo sienten de un modo parecido. No me siento aislado”.
Cuando desprecio a alguien predomina el impulso de autoafirmación, de superioridad arrogante. Es una forma de autopromoción, de felicitarme por ser mejor que los otros. Exagero mi propio valor, me ciego para percibir cuán parecido conmigo es aquél que desprecio. Mucho de lo que pueda tener mejor que los otros puede ser debido a circunstancias que la vida me proporcionó y no por mérito personal. Si yo hubiese nacido en otro ambiente, país, raza, sexo, familia, puede ser que hubiera desarrollado hábitos, preferencias y capacidades muy diferentes a las que tengo hoy.
El impulso de autoafirmación pide su opuesto: “Quiero estar entre mis semejantes”. Aquél que se corrompe en el desprecio busca su grupo: otros que tengan atributos similares a los suyos y que también desprecien al “resto”.
Puedo tener cualidades mejores que otros, desarrolladas con esfuerzo y trabajo. Pero puedo mirar a quien se desarrolló menos que yo como a mí mismo en el pasado, o sea, yo mismo en otros aspectos de mi vida. Si somos capaces de vernos potencialmente en cada ser humano el desprecio se desmorona: “nada que es humano me es extraño”. El peor de los hombres es mi hermano. Él está en mí y yo en él. Cuando soy capaz de amarlo, una fuerza radiante florece en mí. Cuando lo desprecio algo dentro de mí se apaga.
Todos tenemos preconceptos. Es lentamente, a través de una vigilancia y auto-observación constante que podemos comenzar a disolver el impulso a despreciar.