Atendiendo la sugerencia de la lectora Poliana, vamos a hacer una reflexión sobre el miedo. Es frecuente que muchas personas sientan vergüenza de tener miedo. Se sienten inferiores, débiles, incompetentes, etc. Como si la persona segura, con autoconfianza y fuerte es alguien que no siente miedo, que enfrenta los desafíos y obstáculos calmamente, con firmeza. En realidad, difícilmente vivimos sin sentir miedo. Lo que existen son diferentes proporciones de los sentimientos dentro de nosotros: miedo y coraje. El individuo corajoso no es aquél que no siente miedo. Es aquél que actúa a pesar del miedo. Él va hacia adelante, intenta, no se desanima a pesar de no tener certeza si va a poder lograr su objetivo, aunque sepa que puede cometer errores graves o incluso fracasar. Pero él quiere intentarlo y no se deja paralizar por el miedo.
Delante de tareas que son totalmente nuevas no hay como no sentir miedo, no hay como tener autoconfianza. Solo tiene autoconfianza en una situación de éstas, la persona ingenua, que cree que puede hacer todo. Pero la realidad se impone rápido y la derrota es bastante probable. Se cometerán errores graves hasta que la persona perciba que el coraje no es lo mismo que imprudencia, inconsecuencia u omnipotencia infantil.
La autoconfianza nace de la experiencia, de la repetición y convivencia con cierta actividad. Aquél que tiene miedo de lo desconocido, que se pone nervioso e inseguro delante de lo que nunca hizo, necesita aceptar que éste es un miedo útil. Es a través de este miedo que podemos intentar equiparnos adecuadamente para enfrentar lo nuevo. Este miedo es la semilla de la prudencia, de la capacidad de ser precavido y prever dificultades.
Aunque la persona competente y con experiencia pueda sentir miedo, es un miedo pequeño, pero que no desaparece totalmente. Delante de tareas de gran complejidad o que son peligrosas, algún miedo puede permanecer presente. Es el margen de incertidumbre que siempre existe, es la certeza que necesitamos para estar atentos, vigilantes, porque si no erramos o no percibimos lo que debe ser hecho en el momento adecuado.
El miedo se torna una fuerza destructora en nosotros cuando nos entregamos a él, cuando nos tornamos obedientes a él. Aquél que no hace, no intenta, no se arriesga porque está con miedo, se deja devorar. El miedo enemigo es el miedo que paraliza, sofoca y congela. Pero el enemigo puede ser transformado. El miedo en nosotros no necesita morir. Él sí debe ser domesticado, administrado, hasta que se convierta en un impulso útil, semilla de una capacidad. Es necesario tornarse desobediente. Aprender a actuar con miedo, sudando de frío, temblando. Comenzar con lo que es menos difícil y de a poco avanzar hasta lo más difícil. Cuando actuamos, aunque sea con miedo, percibimos que el miedo cede, disminuye. Cada día puede disminuir un poco más, siempre que la persona persista, insista y no se deje devorar. Es en el esfuerzo repetido, cotidiano, que se desarrollan las grandes capacidades. Competencia, autoconfianza y coraje, son los premios de los que persisten.