Alguien puede colocarse el ideal de calma, serenidad o de desapego. Estas son metas que si son vividas en plenitud pueden tornar la vida más leve, más feliz. Sin embargo, entre el deseo de ser calmo y ser verdaderamente calmo puede existir una gran diferencia. Hay personas que poseídas por este deseo se ciegan para percibir los sentimientos que existen dentro de ellas. Pueden estar sintiendo rabia, miedo, celos o tristeza, pero no lo perciben.
Otra persona que la conozca bien, que tenga con ella una convivencia íntima, puede estar percibiendo el sentimiento, pero la propia persona no. Si la persona experimenta con frecuencia cierto tipo de sentimiento sin darse cuenta, éste se va acumulando dentro de ella, va creciendo como una represa que va recibiendo agua.
Puede llegar el momento en que aquello que estaba siendo contenido se derrame o explote. La persona tiene entonces una terrible crisis de rabia, miedo o tristeza y queda confundida. No entiende por qué fue capaz de decir o hacer algo con tanta rabia, o por qué se desmoronó tan intensamente, movida por el miedo o por la tristeza.
Autocontrol, saber contenerse, es una cualidad indispensable para la vida. Sin esto estaremos sujetos a cometer errores graves frecuentemente, conducidos por la impulsividad.
Rabia, miedo, tristeza, desprecio, celos, envidia, codicia y vanidad, son sentimientos que viven en todos nosotros. Por más elevado que sea nuestro ideal moral, no podemos ignorar lo que vive en nosotros. Sólo aquello que conocemos, que percibimos, podemos transformar y disolver. Aquél que bucea con coraje dentro de sí mismo podrá percibir que todo lo que es humano está dentro de sí. Tenemos que tener la serenidad para percibir esto. Lo que puede diferenciarnos del criminal o del malhechor es la intensidad de los sentimientos, la fuerza que ellos tengan para generar actos exteriores y también nuestra capacidad de autocontrol. El impulso para construir, para ser generoso, puede ser poderoso en nosotros, y el impulso destructor, egoísta, puede ser débil y pequeño. O al contrario. O sea, todo está vivo dentro de cada ser humano. Es nuestra herencia común. Es aquello que puede permitirnos comprendernos los unos a los otros.
Percibir el mal en sí mismo no es actuar. Aquél que percibe puede intentar comprender, disolver en parte, debilitar el impulso y mantenerse bajo control. Pero quien no percibe y cree que esto no existe dentro de él, puede un día constatar que fue capaz de realizar actos que lo avergüenzan profundamente.