Dormir y despertar. Encender y apagar. Recordar y olvidar. Recordar es olvidar. En esta dialéctica entré desde la primera internación en la clínica Santa Maria. Drogado por los anti-psicóticos y tranquilizantes más pesados, era en esa cuerda floja en la que pasaría a vivir. Y así se tejían mis recuerdos y olvidos, mis sentimientos y mis pasiones, mis conflictos y mis excitaciones. Aún hoy, en la Pinel, una confusión mental florece cuando intento recorrer nuevamente los caminos de la memoria. Los pharmakóns, que en su origen griego cargan la antítesis de remedio/veneno, delataron ciertas escenas, personajes y sentimientos propios. Pero nunca se borrarían de mí. Y nunca borrarían esa sensación de estar amarrado en una camisa de fuerza, inmóvil, gritando sin ser oído.
La mente es un enigma. Siempre estarán aquellos que dirán que recalcamos nuestras memorias, las seleccionamos, inconscientemente, evitando revivir sufrimientos. Yo los revivo diariamente. Son los sufrimientos sufridos los que me mantienen vivo, son los recuerdos huidizos los que me alimentan el deseo de saborear las alas de la libertad. Aquí, en la Pinel, lo poco que tengo ya me satisface. Tengo rabia de los gorilas de blanco. Tengo odio de la soberbia de los seudo-sanos. Más encima tengo una certeza en mí. La certeza que estos, que hoy me aprisionan y me torturan, en un día han de mirarme con otros ojos, han de percibir lo que todavía no pueden vislumbrar. Ahí sí, estaré suelto, deambulando en el mundo inmundo, saboreando poéticamente los beneficios de la soltura. Espero que sea en breve.
No debo haber pasado más de 48 horas en ese submundo que llaman Hospital Psiquiátrico Santa María. Pobre Santa, como tantas otras y otros, tuvo el nombre manchado por ese lugar, repleto de gorilas de blanco, hombres que más parecían demonios, torturando a sus cautivos mentales en su infierno particular. El día que me sofocaron y me amarraron, pude sentir el placer pululando de la mirada de esos malditos. No sólo cumplían su función. Tenían un placer sádico en dominarme, imponer su sanidad sobre mi locura. Lo poco que estuve ahí desapareció. No hay recuerdos. Dicen que me integré rápido, en medio de todos esos “insanos y drogados”. Movía a la clínica en medio de agitadas partidas de “truco”, por más que muchas veces no pudiera siquiera soportar el peso de mi propio cuerpo en pie, ni balbucear palabras articulas. Esto es lo que dicen, nunca lo podré confirmar. Un hombre sin memoria es siempre rehén del punto de vista de los otros. No confío en memorias ajenas, son traicioneras.
A esta altura no sé más dónde estaban todas esas voces, sus dueños, Tatiana, mi padre, Marquinhos. Por otro lado, mi familia era connivente, me había llevado a aquel submundo, mi madre, mis parientes… ¿Cómo podían aceptar eso? ¿Cómo no podían percibir que yo necesitaba de vida, no de aislamiento, del mundo no del inmundo? De inspiración, no de inyección. Y ellas venían, una atrás de la otra. Ni el león más indócil nunca recibió tamaña cantidad de entorpecedores. Yo intentaba mantenerme impávido, ¡no! ¡No me liquidarán tan fácil! ¡Soledad! ¡Sótano! ¡Sub!
En poco tiempo mi madre vino a pedirme que entrara en una ambulancia, yo iría a un lugar mejor, donde sería bien tratado. ¡¡¡¿¿¿¡Ambulancia!!!???!? ¡¡¡De ninguna manera!!! Ya caí en esa letanía antes, no me arriesgaría a perder a mis compañeros de truco, ni a mis donadores de cigarros. Si no fuese a casa, no saldría de ahí por nada. Ya basta, podían abandonarme allí, dejarme a mi propia suerte, no necesitaba más de la compasión de todos aquellos que en el auge de su sanidad pensaban en darme beneficios. La sanidad tal vez sea la forma más extrema de locura. ¿Quién en este mundo es capaz de ser sano, en medio de tanto caos, tanta inversión, tanta manipulación? ¡Títeres! ¡Yo no sería uno más!
Que me soltasen. Caminaría mis rumbos. No entraría en esa ambulancia, vinieron más agujas, más camisas de fuerza, más sufrimiento. Yo era un bicho de siete cabezas. Con alas podadas intentando volar. No, sin compasión, sentimiento bajo, de débiles, que no asumen su postura, sólo se quedan paralizados sufriendo con el sufrimiento ajeno. Paralizante. Necesito de comprensión. Eso sí. Bajen de lo alto de sus razones y entren en mis alucinaciones. Vean el mundo según mi prisma, entiendan mi tuerta razón. Eso sí.
Una vez más entré en el juego. ¿O fui engañado creyendo que los engañaba? No sé bien. Mi tío, si no estoy equivocado, insistía en que sería bueno para mí. Le pregunté por qué no se internaba él también en ese otro lugar, si realmente sería bueno. Él dijo que iría conmigo, que también se internaría. Tal vez intentando testar hasta dónde él iría, o tal vez por aceptar su argumento, acabé entrando en esa ambulancia verde, yendo quién sabe para dónde. Dejaba el submundo de Santa María, y entraría en el SupraMundo de Phillipe Pinnel. Realmente las clínicas psiquiátricas son lugares extraños. Lugares donde los inadaptados, los excluidos del orden psicosocial, o los que osan romper barreras invisibles, se mezclan. El potencial revolucionario de estas clínicas aún está para ser activado. Allí o aquí, en la Pinel, yo podría experimentar un poco de este loco potencial…