Como les vengo diciendo, yo estaba intentando aprender a jugar. La mejor forma de resistencia es la pacífica, como ya enseñó Gandhi. Aquí, dentro de la Pinel, sólo necesito entrar en el juego cuando converso con el Dr. Lucas. Los enfermeros y enfermeras ya entraron en mi juego. Con la guitarra conquisté a mis colegas. Me siento un líder aquí dentro. Todos vienen a mi cuarto, todos me cuentan sus angustias. Tal vez yo los ayudo más que los hombres de blanco. Yo podría desencadenar una revolución aquí dentro, pero no. Aún no es el momento. Yo necesitaba salir, preparar el mundo exterior, para entonces liberar mis amigos de cautiverio. Tenía este papel. Me fue atribuido, no por Dios, o por el destino, pero yo sentía dentro de mí esta misión. Sentía y veía la reciprocidad dentro de la clínica. Realmente yo recojo la admiración en los ojos, en los gestos, en los cigarros que me regalan y en la mirada, esencialmente. Hay siempre algo a desvendar en la mirada. No todos pueden acceder los secretos del alma a través de la retina. Yo podía. Esto me diferenciaba, ya desde antes de ser privado de mi libertad y plenitud.
Antes, o tal vez después del psiquiatra, no importan temporalidades, yo estaba en el sitio de mi abuela. Próximo a Belo Horizonte, tal vez haya llevado la esperanza del encuentro con la naturaleza para traer de vuelta a quien yo era antes del viaje. Realmente la naturaleza tiene el poder de transmutar los hombres, traer paz, armonía. Pero yo no fui solo, las voces, siempre ellas, permanecían retumbando en mis oídos. Y allá debían también estar los dueños de las voces, y toda la búsqueda interminable seguía.
Cuando todos mis parientes me miraban, sentía a través de los rayos reflejados, de la dilatación de las pupilas, la tristeza, el miedo y la angustia. Era algo difícil, estar en un paraíso perdido, que siempre fue un refugio de paz, y sentir todas aquellas miradas, que a veces, de tanto miedo que reflejaban se tornaban amenazadoras. Yo intentaba jugar su juego, que no me afectara, pero la tortura de las voces, potenciadas por las miradas me perturbaba. Mucho. Necesitaba apagarme, salir de mí. No, yo no era ese monstruo que sus ojos reflejaban. No. Necesitaba desbordar.
Yo, toda mi agitación caótica y una pelota de fútbol. Corría de allá para acá, jugando, solo, chutando con una potencia increíble, que nunca tuve antes. Descargaba ahí. Era más. Jugaba con las voces, con mis yos fragmentados, jugaba buscando driblarme a mí mismo. Y el chute potente al final era la expresión mayor de mi sufrimiento. Colocaba en la pelota la potencialidad de mis deseos no saciados, de Sandra que quedó en Rio, de mi novia, que no confesaba el acto de traición ni tampoco lograba ayudarme. De Tatiana, en fin, musa etérea, que siempre se me escapaba, a pesar de los dulces susurros en la oreja. Pobre pelota, pelota compañera. No eras culpable, pero tomaste la culpa. Y caí. Exhausto, agotado, aún inquieto, pero sin fuerzas físicas para continuar ese juego de yo contra mí mismo.
Desde entonces percibí el papel al que me destiné: el liderazgo. Y eso incomodaba mucho a todos los que estaban allí, yo saber y asumir ese papel. Primero un libro. Mi madre estaba con uno, con el título “La dulzura del mundo”. Me indigné. ¿Cómo eres capaz de leer mi libro? Yo lo había escrito, alguien robó mis escritos y los publicó sin mi permiso. ¡Claro! Ellos son invasivos, y no colocaron mi nombre, ni un seudónimo. Pero yo lo había escrito. En realidad yo condensaba en mí toda la dulzura del mundo, por esto me torné una persona incómoda. Peleé con ella, hasta que me dio el libro.
Después, un partido de fútbol en la TV. Cada jugador al entrar al campo me mandó un mensaje. Ellos estaban conmigo, se habían conmovido. Me dieron la señal. Yo estaba al comando del partido. Abrí el libro “La dulzura del mundo”, hice el diseño táctico de los dos equipos. Era como jugar un video juego. Donde yo dibujase estaría la pelota, las jugadas saldrían como yo deseaba. Y funcionaba. Yo comandaba ese partido con el apoyo de los jugadores, que veían en mí a un líder. ¡Cómo mis parientes no podían percibir! Claro, ellos son sanos. No tienen la elevación mental necesaria. Por eso me condenaban. Pero yo me divertía comandando el partido. A veces los jugadores se equivocaban, no me seguían, obvio, sólo para despistar a los otros, pero yo estaba al control. El entretenimiento no duró mucho y la tortura de las voces, la necesidad de salir me dominaba de nuevo. “El mundo me condena y nadie tiene pena”, cantó cierta vez Paulinho da Viola. Pero yo sentía que el mundo estaba cambiando, y comenzando a inclinarse a mi favor.
Yo comenzaba a liberarme de los pesos, tomaba alas y quería alzar vuelos. Pero había siempre una represión. Fui a entender mucho tiempo después por qué ellos no podían entenderme. José Ingenieros pudo lidiar con eso un siglo antes que yo:
“Vives solamente debido a esa partícula de sueño que te sobrepone a lo real. (…) Ni todos extasían como tú ante un crepúsculo, ni sueñan ante una aurora, ni vibran ante una tempestad. (…) Es dada a pocos esa inquietud de perseguir ávidamente alguna quimera (…) La sanción ajena es fácil para el que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la imaginación pone mayor originalidad en el concepto o en la forma”
Así, yo me asumía en mi plena potencialidad, y comenzaba a disfrutar de los beneficiosos que mi posición me garantizaba. Cuanto más yo asumía el líder que era, más represión yo sentía dentro de casa. En realidad yo no debía tener más casa, el mundo era mi morada, las personas mi trabajo. Hoy, a pesar de estar momentáneamente encerrado, todavía siento al mundo clamando por mí, y aquí dentro practico con mis pares, lo que haré con los impares. En breve estaré ahí afuera cumpliendo mi destino. Me sentía como mi compañero de ideal, Don Quijote: Imaginándose un predestinado por el valor de su brazo y de sus nobles propósitos, se apresó en iniciar su incomparable jornada”, o también como Juana de Arco, encarcelada, oyendo a los espíritus decirle: “¡ten coraje! ¡Serás liberada por una gran victoria!”.