Al paso que cuento de la llegada en la Pinel, todavía me encuentro cautivo en esta simpática clínica. En medio de Sandras, Valerias, Danieles, Mónicas, Fernandas, y tantos otros compañeros de jornada. Unos que se fueron, otros que se quedan. Y yo que ya estuve afuera, volví, y no sé cuándo saldré nuevamente. Sólo me resta escribir, y la única forma de no dejar adormecer el potencial revolucionario dentro de mí, mi resistencia pacífica a los remedios, la expresión máxima de mí mismo. La escrita no es una opción, es una necesidad.
Así, yo tenía una necesidad muy tonta de entender lo que me pasaba, encajarme en patrones, saber cuál tipo de loco era yo: ¿psicótico, maníaco, depresivo o esquizofrénico? Tenemos esta necesidad. No nos satisfacemos en simplemente ser, necesitamos ser encajados, categorizados. En mis conversaciones con Lucas, el gran hombre de blanco, siempre necesitaba saber. Al final, no es aceptable ser trancados sin un certificado de locura, yo merecía al menos saber la causa trancafiatis. Las respuestas eran siempre evasivas, como aquellos que siempre buscan lo no dicho en lo inter-dicho. Los lapsos. Más tarde fui a saber del tal DSM – IV, una especie de catálogo de todos los trastornos mentales, para “facilitar” los diagnósticos psiquiátricos. Bosta. Yo me encajaba en varios y al mismo tiempo en ninguno. Era una paradoja bajo dos piernas, con una mente que veía más allá. E incomodaba. Ni siquiera allí dentro estaban pudiendo conmigo. Sarcásticamente, irónicamente, yo desafiaba al saber psiquiátrico. Exhumen a Freud, traigan a Lacan, evoquen a Jung, sus patrones no han de encuadrarme. El universo de la subjetividad nunca será reducido a diagnósticos seudo-científicos. ¿La locura está a un paso de la genialidad, o la genialidad a un paso de la locura? ¿O los dos en el mismo terreno? Las clínicas no traen esta respuesta, ni están listas para esta pregunta.
Causas, siempre necesitamos de causas. Recuerdo el viaje a Rio, a Sandra, Sophia, nombre del conocimiento, todo el deseo pulsante. Juiz de Fora, Tatiana, mi padre, Marquinhos, la explosión. El viaje de vuelta. El reencuentro con la familia. Con la novia. Flashes sin conexión. No hay causalidad, no hay linealidad. Hay una constelación de sentidos ilógicos, que pululan, pulsantes. Si quieres buscar una causa, podíamos retroceder a los traümes de infancia (¡quién sabe cuáles!) o a una explicación bioquímica. O ninguno de los dos. Mejor camino. Pero siempre hay un hecho aún no dicho, para buscar, que puede ayudar a tejer los sentidos. Me acuerdo de uno, antes de Juiz de Fora, antes de Rio, antes de llegar aquí a la Pinel. Se podría decir que fue el comienzo de todo. Yo no creo en comienzos, ni en mitades, ni finales. Todos son nexos creados y recreados a nuestra voluntad.
Era un sábado de carnaval , yo todavía en Belo Horizonte, preparando la ida a un campo. Estaba con mi novia, sí, ella misma, y volvíamos a mi casa para los preparativos finales. Paré el auto de cualquier modo en el garaje, la intención era cambiar la música, y subir rápidamente para ya salir. El afán de la pasión que nos tomó al salir del vehículo nos llevó directamente al cuarto. Y en ese medio tiempo, entre besos y toques, sonó mi teléfono. Mi hermano más viejo llegó y no pudo estacionar. Exigió un tanto exaltado que bajara para estacionar correctamente. Una típica exhalación y demostración de la soberbia de los sanos. Quizás de la propia estupidez inherente al egoísmo humano.
Me recompuse y cuando abrí la puerta, el elevador de enfrente se abrió también. Él salió destilando su rabia racional en medio de insultos y acusaciones. Inmediatamente me enfurecí. Y siguieron las ofensas y acusaciones. Tal vez fuese la primera vez que lo retruqué. Fui de frente. Y el choque fue feo. Bajamos en el elevador, intercambiando las más extravagantes palabras, como si nuestra testosterona se exprimiese en palabras. El impulso era dar un bello puñetazo en la cara, acabar con la discusión de una vez. Me aguanté. Tal vez por el amor fraterno. Pero el impulso del golpe se transformaba en palabras más violentas que gestos. La sangre subía rápidamente a la cabeza, la sentía correr rápidamente en mis venas a cada palabra mal dicha y mal oída. Las dos pobres novias miraban con ojos saltones aquella escena, estáticas, como quien veía la épica disputa entre Caín y Abel. Entré enfurecido al coche. Quería bajar, insultarlo más, pegarle, golpearlo. Ella me controló. Salí acelerando del garaje, sin rumbo, con la rabia transpirando en mí.
Paré en el primer puesto, en la esquina de casa. Lloré copiosamente. Lágrimas y más lágrimas acompañadas de desahogos, palabras ininteligibles, indescifrables, siempre acompañadas de las palabras dulces de mi compañera. Nada me calmaba. La rabia se transmutó en decepción, en tristeza, en sufrimiento. No volvería a aquella casa mientras él estuviese allí. No compartiría el mismo techo. Era la hora de tomar mi rumbo, era la hora de salir del capullo.
Pero todavía había una noche antes del carnaval, toda esa avalancha de sentimientos paradójicos no se curaría en un río de lágrimas. ¿Se curaría sólo en un día? Decidí que dejaría a mi novia en su casa. Era la hora de sumergirme en mí mismo. De quedarme solo. La dejé y seguí mi rumbo, sin saber cuál sería.
¿Alguna causalidad palpable? ¿Algún puente que trajo una pelea familiar pre-carnaval hasta la Pinel? No. Los descaminos no son rectos, simples, ni directos. Pero acontecerían muchas cosas aún esa noche. Hechos objetivos, marcas indelebles. La pulsión incontrolable que abriría el mundo en mi mente… Los sentimientos son de veras peligrosos. Por ahora , debo reunirme con mis amigos para una loca partida de buraco en este cautiverio simpático.