Una conversación más con el hombre de blanco, el impasible Dr. Lucas. Él porfía en mantener su pose de doctor, la braveza en sus palabras rudas, represivas y la mirada de señor de la verdad. Pero hasta él se ha doblado ante mis elucubraciones. Hoy salí de su sala más leve, él me dijo que luego voy a salir de ahí, que yo no pertenecía a esa clínica. ¿Pero será que alguien pertenece realmente a ese lugar? Dentro de la Clínica Pinel conocí a todo tipo de gente: genios, drogados, depresivos, esquizofrénicos, neuróticas, maníacos. Creo que allá no conocí a ningún loco. Todos me parecían más sanos que la mayoría de las personas que estaban afuera. Lo que llevaba a las personas allí era la dificultad que los otros tenían de lidiar con ellas. La familia, la sociedad, nadie lograba soportar la mirada más profunda que cada cual lanzaba, a su modo, sobre la vida. Nadie allí era mediocre, el mundo exige que nos tornemos mediocres, nivelados en la media, o entonces… Aislamos el problema encerrándolo en una clínica. Yo no estaba lejos de mis compañeros de viaje, Lucas se había equivocado. Yo tendría que mostrarle esto. Desde aquel encuentro con mi madre después del viaje lisérgico de vuelta a Belo Horizonte, el camino de la internación se construía con solidez.
Cuando vi a mi madre llegando, mi corazón pululó en el pecho nuevamente. Mi padre volvió a susurrar en mis oídos, todo volvió en una avalancha de impulsos y emociones. No sé cómo mi madre descubrió que yo estaba allí, no sé si lo conversamos por teléfono. Sé que yo huía, pero quería ese encuentro. Las madres son y siempre serán un refugio. ¿Por qué mi novia no estaba allí también? Ella podía ayudarme a encontrar a mi padre. Ella y Tatiana. A Tatiana ya no la oía más. Ella debía haber vuelto a Juiz de Fora. Me abandonó. Todas ellas. Pero el acogimiento que sentía de la Baiana fue quebrado con la llegada de tres personas queridas, pero dislocadas. La sintonía fue rota, yo no podía contenerme más.
Al ver a mi madre, con aquellos ojos que mesclaban desespero, angustia y ojos pesados, el mundo se dividió en dos dentro de mí. Por un lado el ambiente de la baiana representaba el mundo de Juiz de Fora, de la fiesta, de la libertad y quizás del libertinaje. Por otro lado, el mundo de BH – el conservadurismo, la represión a los deseos, la recalcadura. Paradojalmente yo salí de Juiz de Fora en una explosión de (re)sentimientos para buscar acogida en BH. Pero el aterrizaje en el suelo de la capital colocó a los dos mundos en choque y mi mente, mi corazón y mi alma entraron en una especie de proceso de big bang
Me acuerdo bien de los ojos de los tres. Me miraban como si no me reconociesen. Me miraban como si me condenasen. No los tres. Solamente mi madre y su novio. Mi hermano, dulce amigo, me miraba con ojos asustados, rojos, llorosos. Pero la ternura de su cariño y de su mirada era mi garantía. Él estaba de mi lado, sin ser necesario que me entendiera. Y mi madre comenzaba a hablar mal del lugar y de las personas que estaban alrededor. Yo comencé a defenderlas exponiendo los preconceptos implícitos en sus palabras. Y hablaba alto, sabiendo que los ilustres desconocidos que me cercaban eran mis compadres. Ellos sí me acogieron, ella no. Su novio intentaba burlarse de mí con chistes sin gracia. Él no estaba de mi lado. Las voces.
Necesito encontrarlas. Necesito a mi padre y a Marquinhos. Estaba todo al contrario, todo al revés, ellos necesitaban acogerme, ¿no veían que yo estaba en un ambiente altamente nocivo? Todo esos preconceptos, esas personas cuadradas nunca entendieron mis meandros, nunca podrían ayudarme a abrir las puerteas de mi percepción. Los necesitaba a ellos, a Tatiana, a Sandra y a mi novia. Y todo lo que tenía eran dos miradas represivas. Necesito encontrarlos, a esos que están de mi lado, los dueños de las voces, estoy seguro que ellos están cerca.
Mi madre quería contenerme, quería llevarme a casa. ¿Cómo? Ella no entendía la búsqueda que yo necesitaba realizar. Era como un juego, las voces me decían el camino, yo tenía que ir y al final los encontraría, caería en los brazos de Tatiana, de ella, la única que me entiende, la única que me puede ayudar. Tal vez otra mujer también pudiese, ¿dónde diablos estaba mi novia? No. No podía contar con ella. Ella ya debería haber sentido la traición de mis pensamientos y sentimientos. No lo merecía, y aunque yo no había llegado al acto, la traición ya era un hecho. Definitivamente ella no lo merecía, ella no lo entendería, mejor ni contarle. Tatiana concordaba. Necesitaba oír música, pero no tenía mi PSP. Sí, él era el eslabón. El PSP y la música. Siempre fueron ellos los que me mantuvieron conectados con las voces y sus dueños. Ellos me transportaban a esa realidad inhóspita e intragable. Necesito un cigarro, un cigarro de una aspirada infinita, cuya nicotina aplaque todo mi dolor. El cigarro de la añoranza. El cigarro que da alas. La cerveza que se transforma en agua. La excitación del alma. La bipartición del ser. Así yo me fundía en al menos dos yos en conflicto.
Me acuerdo de Fernando Pessoa, que no era uno, ni dos, sino infinitos, y de su Libro del Desasosiego. Una de las personas dentro de Fernando escribió estas palabras:
“Los sentimientos que más duelen, las emociones que más pungen, son los que son absurdos – el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la añoranza de lo que nunca hubo, el deseo de lo que podría haber sido, la tristeza de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo. Todos estos semitonos de la inconsciencia del alma crean en nosotros un paisaje adolorido, un eterno atardecer de lo que somos… El sentirnos es entonces un campo desierto a punto de oscurecer, triste de juncos al pie de un río sin barcos, negreando claramente entre márgenes alejados”.
Le pregunto a Sandra, dulce enfermera que llega para hacerme compañía si ella conoce a Fernando. No. Ni a Vinicius conoce muy bien. Pues bien, vamos a conversar un poco sobre ellos. Y me acuesto en su regazo para contarle sobre el bello y triste destino de estos poetas.