II – Meandros de la Memoria

Publicado por Bill Braga 18 de octubre de 2019

Con 23 años, ya me había graduado en Historia hace un año y estaba con la maestría en curso. Exactamente esa maestría fue la que me hizo viajar a Rio de Janeiro. En esa época aún trabajaba en un proyecto de investigación en la universidad, y mezclando mis intereses de investigación y las necesidades de ese proyecto, decidí ir a Rio de Janeiro.

Esa ciudad siempre me cautivó. Ambigua, paradójica, con sus bellezas naturales y desigualdades sociales extravagantes. Ya había ido a Rio en algunas ocasiones, una con amigos, quedándome en Copacabana, otra para el histórico show de los Rolling Stones en esa playa, volviendo en seguida, y una más por trabajo para una presentación en la PUC-Rio, en la que me quedé en el centro, próximo a la Lapa. Todos esos viajes fueron rápidos y no tuve la posibilidad de conocer las profundidades de la ciudad, sus entrañas. Tal vez porque todas las veces estaba acompañado de muchos amigos. Siempre fui una persona rodeada de amigos, y solo el hecho de saber que ellos no me abandonarían en esa clínica, sin verlos, mi corazón ya se calentaba. Volvamos al fatídico viaje.

Esa vez viajaría solo. Ya había tenido una muy buena experiencia de viajar solo, en otra investigación en Ceará. Cuando se viaja solo uno aprende a conocerse y a convivir con sí mismo. La disciplina necesaria para investigar sin tener un jefe, la libertad de organizar sus propios horarios. Libertad porque se tiene el dinero necesario y se puede definir cómo y con quién gastarlo. Una definición bien capitalista de una palabra tan bella que viene evaporando su significado. La libertad se banalizó, sin que se entendiese lo esencial de su sentido. Cuando se está internado, eso queda bien claro.

El plano inicial era quedarse una semana en la Ciudad Maravillosa. Tal vez no era lo suficiente para analizar todo lo que era necesario en las dos investigaciones, pero era el tiempo que el dinero que tenía me permitía quedarme. Fui en bus, siempre ese viaje extraño al lado de una persona desconocida. Pero con mis libros y mi música siempre lidié bien con eso. No hay soledad cuando hay palabras. La soledad total es la ausencia de palabras. En todos los momentos de mi vida, siempre tuve una banda sonora. Hasta conocer a quien compondría la gran banda sonora de mi vida: Vinicius de Moraes. Mi relación con ese poeta va más allá de las palabras encadenadas. Es como si lo conociese, como si él me aconsejase, me confortase y bebiera conmigo. En realidad, él ciertamente me acompañó mientras estuve internado, y aún me aconseja sobre cuáles  palabras usar.

Vinicius, Rio, añoranza, pasión. Combinaciones deliciosamente explosivas. Extrañaba a mi novia de esa época. Hace algunos meses que estábamos juntos, nos conocimos en un congreso, un amor arrebatador e intenso. Nos envolvimos con una rapidez impresionante. Pero esa era, ¿o aún es?, una de mis principales características. La pasión con el mundo, la manera apresurada de vivir todo intensamente antes de que acabe, la manía de entregar de corazón abierto a las personas. Es un modo poético de existencia. Exagerado, diría Cazuza. ¿Pero las cosas buenas de la vida no estarían exactamente en los exageraciones? Descubrí que hasta con ellas es necesario una dosis de moderación.

Llegué a Rio y fui directo al albergue en que me iba a quedar, en el barrio más hermoso y bohemio de Santa Tereza. El albergue era en una casa grande y antigua. Toqué el timbre, pero como eran las seis de la mañana, nadie atendió. Me quedé por ahí, sentado en un banco de piedra, esbozando algunos pensamientos iniciales del viaje. Después de cerca de media hora, jugando PSP y escribiendo, toqué nuevamente el timbre y surgió un sujeto singular atendiendo la puerta. Era Darci, gran figura, un beatnik perdido en el tiempo y en el espacio en esa ciudad. Tuvimos una pequeña conversa inicial, hice el check-in, y me fui al cuarto. Para llegar en él tenía que subir por una escala en espiral de madera que hacía esos ruidos, crujidos, típicos de casas antiguas. La habitación amplia, con tres literas, un baño y dos asientos, estaba vacío. Me quedaría allí, en ese cuarto inmenso solo. En realidad había solo una pareja de ingleses hospedados ahí que se iban en la fecha de mi llegada. Nos quedaríamos ahí Darci, las dos empleadas, la dueña, Sandra, y su hija. Sobre ellas les contaré más tarde.

Después de esa primera incursión, tomé un baño, la temperatura estaba por sobre los treinta y cinco grados. Comí algunas frutas, tomé un café y partí para el primer lugar de investigación, la Academia Brasileira de Literatura de Cordel, ABLC. Hice una pequeña caminata por Santa Tereza hasta la calle Leopoldo Fróes. Incrustado en el pie de la montaña, es un gran placer caminar por ese barrio, lleno de plazas, con los simpáticos y nostálgicos rieles del tranvía, que allí todavía subsiste.

Llegué y la Academia estaba cerrada. Como ya había estado ahí hace aproximadamente un año atrás, ya sabía que el poeta Gonçalo Ferreira, presidente de la ABLC, vivía en la casa de arriba. Toqué el timbre algunas veces, pero como los intentos fueron en vano, decidí retornar al albergue. Tomé algunas dosis más de café y partí en busca de la otra pesquisa que me había llevado a Rio de Janeiro. Era sobre la izquierda en la época del régimen militar, las organizaciones, algunos líderes, tenía que encontrar algún documento o quién sabe imágenes de ellos. Ya había montado un mapa de investigación con las instituciones donde debería ir. En el albergue, una breve conversa más con Darci, y él me dio las coordenadas para tomar el metro e ir al próximo destino, Botafogo, donde quedaba el Archivo Público.

Sé que desmenuzo demasiado los detalles, pero es que para entender lo incomprensible los detalles tienen sus dosis de importancia. Cada uno de ellos puede haber ayudado a componer la trama que me trajo a esta clínica. Me esfuerzo por recordar las historias por completo, pero sé que estoy destinado a olvidar algo importante. Lo importante no está en la consciencia, sino en el inconsciente. Es en los meandros de la memoria donde pueden estar las pistas para entenderme y entender la situación en que me encuentro.

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