Tal padre, tal hijo. Hijo de pez, pececito es. Dichos antiguos y ya pasados de moda, al menos en lo que se refiere a las profesiones. En estos tiempos de autoafirmación, los jóvenes están prefiriendo escoger su propio camino y trazar el proprio destino, aunque esto signifique pagar cierto precio.
Hace cincuenta o sesenta años atrás – lo que no llega a ser mucho tiempo…- los padres imponían a los hijos su actividad profesional. ¿Autoritarismo? No. Necesidad y sentido común. El agricultor que ya había iniciado a sus hijos en el cuidado de la tierra tendría dificultad de entender que los hijos no asumiesen el quiñón de su herencia. Hasta los ferroviarios entendían que el trabajo en la “Red” les quedaba bien a los hijos, lo que dio origen a generaciones seguidas de maquinistas, guardagujas, revisores y agentes de estación. El pequeño comerciante veía en el negocio propio el camino más fácil y más cercano para que los hijos se ganaran la vida. Allá, en la fachada de la tienda, el dueño proclamaba orgullosamente: “De padre a hijo desde 1920”…
Pero el corazón tiene sus razones… Tal vez ocultamente, el “negocio” del padre puede haber dejado marcas negativas o heridas en el corazón de los hijos. Al final, era el puestito de interior (¡que no podía cerrar los domingos por la mañana!) el que competía con los niños, tomando la atención de los padres, absorbiéndoles el tiempo y las fuerzas. No es raro que los hijos vieran esa profesión como una especie de “intrusa”. No sorprende que hayan preferido buscar otro camino. Vi esto acontecer con una pareja que abrió una tienda de confecciones donde ella se dedicó de cuerpo y alma. Ya viejos, se esforzaron para que uno de los hijos (¡de varios!) asumiera el negocio. Para su espanto, ninguno de ellos aceptó la oferta. Tuvieron que cerrar la tienda. En una entrevista de consejos percibieron –con sorpresa- que los hijos tenían aversión a aquella empresa familiar que siempre les robaba a sus padres…
En fin, están lejos los tiempos en que un hijo oía del padre:
-Tu abuelo era arquitecto. Yo soy arquitecto. ¡Tú serás arquitecto!
En estos tiempos democráticos, libres y libertinos, la nueva generación se arroga el derecho de decidir su propio futuro, el que incluye no sólo la profesión, sino el matrimonio y la religión, entre otras cosas disponibles. Los padres sólo se conforman, sin el derecho de interferir en la vida de los hijos emancipados.
Según los pedagogos el cambio es positivo. El proceso de educar consistiría no en ofrecer modelos a ser imitados, sino por sobre todo, ayudar al niño a tener confianza en sí mismo y, ya crecido, usar sus alas y volar. Claro que es sólo una opinión. Muchas aves volaron y les dispararon plomo en una selva hostil y llena de trampas. El camino más libre era exactamente el más peligroso.
Parte de la mudanza se debe al deseo de los padres de ver a sus hijos “en una situación mejor que la mía”. No se toma en cuenta el hecho de que las generaciones que vivían juntas experimentaban más seguridad, más apoyo mutuo y más presencia afectiva. Cosas del individualismo moderno… Discípulos de Sartre, garantizan que “el infierno son los otros”.
Lo que nadie percibe es que no se trataba sólo de empujar al hijo hacia la profesión del padre. Era mucho más. Junto con el “oficio” venía un “savoir faire” (hoy le dicen know-how), una visión del mundo, un universo de conceptos y de valores, lo que podría incluir honestidad, amor al trabajo y un justo orgullo en el desempeño de la profesión. Un auténtico “kit” básico con sus ritos, códigos, competencias, habilidades, y miles de detalles que no se aprenden en la escuela. Hace poco tiempo, un amigo abogado me decía por teléfono, hablándome de uno de sus hijos, también abogado:
-Bueno… O W. está logrando en su profesión aquello que yo jamás logré: ganar dinero…
¡Apuesto que mi amigo estaba feliz!