La Iglesia y la evolución

Publicado por Antonio Carlos Santini 29 de mayo de 2013

Hace casi dos siglos que la iglesia reflexiona sobre la evolución de las especies. Desde 1860 se vio la reacción del magisterio a la publicación del libro “El origen de las Especies”: “Nuestros primeros padres fueron creados inmediatamente por Dios. Por eso nosotros declaramos completamente contrario a la sagrada escritura y a la fe la opinión de aquellos que no se avergüenzan de afirmar que el hombre es fruto de la transformación espontánea de una naturaleza imperfecta en otras cada vez más perfectas, hasta la naturaleza humana actual”. (Cf. La Documentation Catholique, 17/11/1996)

La periodista Claire Lesegretain, del periódico “La Croix”, comenta que la primera recepción de las tesis darwinistas entre católicos fue negativa. Reacción de defensa más que natural… En 1909, en plena crisis modernista, la Pontificia Comisión Bíblica situaba “la creación especial del hombre y la formación de la primera mujer a partir del primer hombre” entre los hechos ligados al “fundamento de la religión cristiana”. La misma comisión afirmaría en 1930: “En la hipótesis transformista, la condición de la mujer sería mucho mejor que la del hombre, ya que ella habría sido extraída de Adán, mientras que éste descendería de un animal.

Voces favorables

Sin embargo, hubo varios círculos católicos que desde el inicio acogieron con simpatía las tesis de Charles Darwin. El jesuita Ignace Carbonelle, ya en 1869, subrayaba “el gran valor de los argumentos” sobre los cuales se apoyaba la teoría de Darwin, que según él, no tenía ninguna orientación anti-religiosa y probablemente no tendrá nada que desenredar en relación al dogma”.

Igualmente el dominicano Dalmace Leroy escribe en 1887 que “ocurrirá en relación a la idea evolucionista así como ocurrió con la de Galileo: después de haber asustado en el inicio, la verdad acabará por salir a flote”. Frase incómoda que llevaría a su autor a ser convocado a Roma…

Sin embargo, fue sobre todo por influencia de Teilhard de Chardin, jesuita, paleontólogo, geólogo y filósofo, que las reservas de la retaguardia eclesiástica irían poco a poco bajando la guardia en la segunda mitad del siglo XX. Aun siendo denunciado junto a la Curia romana, su enseñanza sobre la evolución acabaría por imponerse. En agosto de 1950, en la Encíclica Humani Generis, el papa Pío XII autorizaba la discusión sobre “el origen del cuerpo humano a partir de materia ya existente y viva”.

Tiempo de revisión

Obvio, si Darwin estuviera vivo hoy y conociera las “novedades” de la genética y sus pesquisas sobre el genoma humano, daría considerables retoques en sus tesis. En octubre de 1996, ante la Pontificia Academia de Ciencias, Juan Pablo II declaró que “nuevos conocimientos llevan a reconocer en la teoría de la evolución más que una hipótesis”, aunque con resguardos contra “las teorías de la evolución que en función de los filósofos que las inspiran, consideran al espíritu como emergente de las fuerzas de la materia viva o como simple epifenómeno de esa materia”.

En septiembre del 2008, Mons. Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, al anunciar un congreso sobre evolución, a ser realizado en Roma, observaba: “No existe, a priori, ninguna incompatibilidad entre las tesis de Charles Darwin y la biblia; Darwin jamás fue condenado y “El Origen de las Especies” (el libro) no figura en el Índex”.

Las huellas del Creador

No obstante, nada impide que en el interior de la iglesia se manifiesten críticos en relación a una concepción excesivamente ideologizada de los principios darwinistas, que los transforma en una especie de visión materialista del universo capaz de dejar sus marcas en toda la vida económica y social.

La fe cristiana en un Dios Creador no se limita a la tradición bíblica como fuente y justificativa. La propia contemplación del infinitamente grande (el Cosmos macroscópico con sus nebulosas, galaxias y las distancias en años luz) y de lo infinitamente pequeño (como nanopartículas y los misterios de los virus mutantes) lleva al hombre a percibir las huellas del Creador.

Y el hombre se enfrenta al mismo tiempo con los límites del conocimiento humano y con la necesidad de reconocer una Inteligencia Personal que llamó todo a la existencia, siendo al mismo tiempo su fuente y su Ápex.

 

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