El presidiario, mi hermano…

Publicado por Antonio Carlos Santini 7 de noviembre de 2013

Durante cinco años participé de un equipo de pastoral carcelaria. Nuestro campo de evangelización era la Casa de Detención Dutra Ladeira, una penitenciaría de máxima seguridad en la ciudad de Belo Horizonte. Allí vivían 900 detenidos.

Aparte del padre que nos acompañaba, éramos todos laicos, miembros de la Comunidad Católica Nueva Alianza. Nuestra coordinadora era una delegada jubilada. Habían las más diversas profesiones entre los otros evangelizadores: dueñas de casa, taxista, peluquero, profesora, analista de laboratorio, etc.

Es necesario confesar que asumimos la misión con una dosis de miedo (eran personas peligrosas…) y de superioridad (ellos son decaídos…). En poco tiempo necesitamos pasar por una seria conversación.

Atrás de las rejas había jóvenes con edad para ser nuestros hijos. Había personas de edad avanzada y de cabellos con canas. Pero sobre todo, los presos tenían sed de Dios. Yo percibía lágrimas durante la predicación. En otros lugares los fieles oían y comentaban: “Me gustó mucho. Fue muy bueno para mí. Fue gratificante…” Allí, no: sólo lloraban.

De vez en cuando alguno de ellos confesaba: “Si yo hubiese oído esto antes no estaría aquí”. Otro día, cuando iba a empezar la misa, uno de los “internos” me pasó un papelito con un nombre:

– ¿Puede rezar la misa con esta intención?

– Sí… ¿quién es? – pregunté.

– Es el sujeto que maté…

¡Imaginen mi shock! Después de un tiempo de oír y acoger la Palabra de Dios, el “bandido” se preocupaba con la salvación eterna de su víctima…

Dejé el grupo cuando la Comunidad me confió otras misiones. Pero no me puedo olvidar de los miércoles de esos cinco años. ¿Cómo borrar la imagen del sacerdote que confesaba a los presos en el rinconcito del escenario del auditorio, mientras cantábamos y predicábamos el evangelio? Para que la confesión de los penitentes no fuese escuchada por los presentes, el padre aproximaba la cabeza bien cerca del preso, sin llevar en consideración que muchos de ellos tenían sida o tuberculosis. ¡Y Jesús llegaba tan cerca!…

Entre nosotros y ellos se tejió una gran afinidad. Cuando Marleide aceptó preparar un pequeño grupo para la primera comunión, esa señora no imaginaba que quedaría en el reducido espacio de una estrecha sacristía, cercada por doce asesinos… Sé que Jesús y los doce apóstoles formaban un grupo bien parecido.

¿Quiénes eran aquellos presidarios? Eran bautizados como nosotros. Adoptados por el mismo Padre. Templo del mismo Espíritu. Nosotros no podíamos arrojarlos previamente al fuego del infierno y hacer como si no fueran más humanos. Ellos eran Iglesia…

¡Ah! ¡Cómo es distorsionada nuestra noción de Iglesia! Nos gusta imaginar que somos un club de socios refinados, portadores de derechos y listos para reclamar nuestras regalías.

Mientras eso acontece, el Cuerpo de Cristo sangra, el pobre gime, el presidiario se desespera. Y nuestra fe nos interpela a dejar el pequeño mundo de nuestras conveniencias.

De preferencia antes del Juicio Final…

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