Entra al campo la selección de Alemania: de uniforme blanco, para la alegría de bávaros y berlineses, se perfila el turco Özil, el ghanés Boateng, el tunecino Khedira, el brasileño Cacau y los polacos Klose y Podolski. El orgullo nacional entra en trance. ¡Viva Alemania! ¡ Deutschland übber alles!
Del lado contrario, vistiendo el azul del cielo reflejado en las plácidas aguas del Sena, la gloriosa selección de Francia: al son de los acordes de la Marsellesa, cantan emocionados los ciudadanos Cissé, de Costa de Marfil, Govou, de Benín y el trío Evra, Sagna y Diarra, todos estos de Senegal. ¡Le jour de gloire est arrivé!
El atlas humano quiebra todas las lógicas y atropella la geografía clásica. Gracias al fútbol, el mundo es hoy una pelota…
Es muy cierto que las cosas serían diferentes sin aquel capítulo de la historia al que suelen llamar colonialismo. Si los navegadores europeos se hubiesen quedado en su tierra, a lo máximo pescando en sus mares vecinos como el Mediterráneo y el Mar del Norte, no veríamos hoy la contramarea multirracial. Es más: si no existiesen las actuales desigualdades sociales y económicas entre tres o cuatro mundos diferentes, nadie dejaría las idílicas sabanas de África, adornadas con cebras y leones, para dar canilladas en medio del fog de Wembley. No piense el lector que estoy quejándome de los lamentos de la historia.
Al contrario, saludo con entusiasmo la hipótesis (¿o sería la inminencia?) de un planeta unificado en que las diferencias regionales sean mantenidas como saudosismo folclórico, pero en el que las ansias de unidad transnacional superen los apegos locales y la auto-vanagloria patológica que, a lo largo de los siglos, nos llevaron a tantos conflictos innecesarios y causaron un derramamiento de sangre inimaginable.
Al final, ni siquiera nosotros, los brasileños descendientes de Caramuru y Paraguaçu, podemos exigir un certificado de brasilidad. Mi apellido italiano sería el primero en desmentir esa tesis. En el apellido de los antiguos presidentes de Brasil se mezclan el checo (Kubitschek), el alemán (Geisel) y el portugués (Silva). Nuestras ciudades no logran ocultar la nostalgia de las tierras del inmigrante: Nova Trento, Nova Granada, Novo Hamburgo, donde Italia, España y Alemania se abrazan conmovidas.
Por todo eso – y ahora sí debo lamentarme – llega a los límites de la locura el proyecto de asociar el nacionalismo con la Copa del Mundo, cuando los restos de amor a la patria son usados y abusados por el marketing sin ningún pudor, que no piensa en otra cosa más que en inducir al consumo y en conquistar la audiencia de los brasileños.
No, la selección no es “la patria en botines”. Es sólo un grupo de profesionales remunerados magníficamente que se exhiben como artistas de un juego altamente rentable para sus organizadores. Un casino atlético, ¿o no? Esta última Copa del Mundo no economizó escenas en que el individualismo y la búsqueda de brillo personal superaron por mucho al espíritu colectivo y a algún eventual amor por las patrias representadas en las tierras de las vuvuzelas. ¡Las infernales vuvuzelas, diría el abuelo Tunico!
Si el deporte incluye posibilidades pedagógicas y educativas – y las incluye, por cierto, diría Don Bosco -, es su práctica, y no su propaganda comercial, lo que puede hacerle bien a la juventud.
Y hay más: da pena ver niños llorando por la derrota de un equipo deportivo. Lágrimas desperdiciadas, que serían mejor lloradas por los niños que pasan hambre y mueren todos los días en los conflictos programados por los traficantes de armas.
En fin, hay algo más en juego aparte del fútbol…