Hace algún tiempo fui invitado a dar una charla en una semana teológica ante un auditorio lleno de fieles laicos. Como tema, sugirieron que tratara los desafíos para la fe en el mundo contemporáneo.
Claro, son muchos esos desafíos. Y como no me gusta tratar ningún tema de manera superficial, sin la debida seriedad, opté por dos desafíos: solamente el dinero y la rebeldía. Como todos saben, entre las exigencias de la fe evangélica figuran la pobreza y la obediencia. No conozco a nadie en veinte siglos de cristianismo que se haya dejado santificar por el Espíritu Santo sin el cultivo de esas virtudes.
Al contrario, allí donde un corazón humano se apegó a los bienes materiales, luego brotaron las flores negras de la usura y de la ambición, de rapiña y de violencia. Allí donde el espíritu humano se enraizó en la autodeterminación, rápidamente se levantó la soberbia y el orgullo, la ilusión de autosuficiencia. Tanto la historia de los hombres como la historia de la iglesia registran numerosos ejemplos de esos desastres en el camino de la fe.
Al final de la exposición, dejado el tiempo libre para preguntas y esclarecimientos, uno de los oyentes, visiblemente afectado, pidió permiso para discordar. Él no veía por qué motivo sería prohibido a alguien acumular bienes en este mundo. Y así se manifestó luego después de oír las citaciones del Evangelio de Jesús, como el conocido “¡ay de los ricos!”, el destino de Epulón y la condición para el discípulo: “Si alguien me quiere seguir…”
Respondí entonces que lo importante de la cuestión no estaba en acumular o no los bienes materiales, sino en preguntarme a quién podría auxiliar compartiendo mis propios bienes.
Ya pasaron algunos meses, pero continúo interrogándome sobre la razón de que un fiel, que pretende seguir a Jesucristo, considere indispensable la acumulación de bienes. Una casa. Un carro. Un ahorro. Un sitio. Otra casa en la playa. Otra inversión (nunca se sabe…). Un segundo carro, con más recursos y accesorios. Un apartamento para arrendar. Y así, insaciablemente…
Con tantos bienes, la mente ocupada en administrar y gestionar, cercada de rejas y cercas eléctricas, ¿dónde queda la figura del prójimo? ¿Todavía será un hermano? ¿O se mudó amenazado?
Tal vez sea Suecia un triste ejemplo de sociedad donde el Estado atendió todas las necesidades materiales, incluyendo trabajo, educación, salud, asistencia médica, etc. Como se sabe, las iglesias allá están vacías. Mi buen amigo José Teixeira de Oliveira fue a la misa de domingo en la catedral de Estocolmo, celebrada por el señor obispo. Eran seis personas: el obispo, cuatro fieles y mi amigo visitante. En tiempo: Suecia registra el segundo mayor índice de suicidios del planeta…
Parece que el rico no necesita a Dios. ¡Pero el pobre lo necesita! ¿Por qué? El pobre no puede comprar jueces. El pobre no puede pagar buenos hospitales y escuelas de calidad. El pobre no tiene recursos ni defensas. Siendo así, cuando la religión sea definitivamente prohibida y los diez mandamientos olvidados, los ricos llevarán al extremo su escalada para robarle a los pobres la tierra, el agua, el aire, la luz de sol, la mujer, los hijos y el burrito.
Debe ser por eso que los pobres continúan rezando…