Después de la cena de media noche en la casa de mi novia, salí al encuentro de un taxi para volver a casa. La ciudad abandonada parecía uno de esos filmes del lejano oeste donde todos se esconden del peligroso forastero que amedrentó a la propia policía.
Nadie en la calle. Una lluvia fina y fría. Gente, solo yo. Caminaba meditando sobre la rapidez con que pasa la vida. Parece que fue ayer cuando nos reuníamos en la casa de mamá y después de algunas bebidas, nos abrazábamos y llorábamos con quejas y expresiones de felicidad. Siempre había uno de nosotros para ser elogiado. Mamá era una santa. Cuántas veces recibí sus besos recitando: “Yo vi a mi madre rezando a los pies de la Virgen María. Era una santa escuchando lo que la otra santa decía.”
Ella se deshacía en lágrimas y me abrazaba y besaba, besaba y abrazaba. Después decía que nosotros éramos muy buenos. Que nosotros dimos lo mejor para ella. Y causaba unos celitos en los otros al contar sobre el día en que el médico mandó que ella tomase rayos de sol y yo, aún niño, agarré el vaso chatito, como nos referíamos a aquél vasito hecho con una lata de veneno para hormigas, y fui con un poquito de agua a recolectar los “saludables” rayos solares.
Me acuerdo que en esa ocasión, ella, con todo cariño, me explicó el verdadero sentido del mensaje del médico: ella necesitaba tomar más sol.
Para eso sirve andar solo en la noche de navidad. Recuerdos y más recuerdos.
Conozco muy poco esa región de la ciudad y de taxi nada de nada. Taxi en esa noche es más raro que vergüenza en la cara de un político.
De repente escucho el llanto de un niño. Un muchacho saludable y bien limpio corre en mi dirección.
¡Dios mío! (¡pensaba que era ateo!), ¿un niño a esta hora?
-Señor, ¿me lleva?
-¿Llevar adonde? ¿Adonde vives?
-No sé. No soy de aquí. Un hombre con barba blanca que dijo que era amigo de mi familia fue quien me trajo. Él dijo que harían una fiesta para mí.
-Voy a llevarlo a la policía. Pero, ¿dónde habrá un policía esta noche?
Hoy en día, ¿aún existirá algún hogar de niños abandonados? ¿La Prefectura o Estado mantendrá aún algún servicio para abrigar a esos pequeñitos?
Cargo al muchacho que ya paró de llorar y voy caminando en busca de un lugar seguro para dejarlo.
Intento llamadas a cobrar, pues no tengo teléfono móvil o celular y no ando con tarjeta de llamado. Del otro lado de la línea siempre oigo a alguien borracho “tostarse” cuando escucha el mensaje que indica que tendrá que desembolsar algunos centavos si atiende. Cuelgan.
Abrazo al pequeño para calentarlo. Tenemos que encontrar una solución. Comienzo a imaginar un anuncio en la radio, TV y periódicos para localizar a la familia del muchachito.
Solo entonces, me acordé de preguntar su nombre:
-Jesús, respondió el niño.
¿Jesús de qué? Continué.
-No sé.
¿Y el nombre de tus padres?
-José y María.
Repito:
-¿María y José de qué?
-Nunca pregunté. Todo el mundo los llama María y José. Solamente.
Hijo mío, va a ser difícil encontrar tu casa. En todo caso, como yo vivo solo, voy a llevarte para hacerme compañía. Mientras me preparo para la despedida, tú, en la dirección opuesta, aprendes a entrar en la vida y enfrentarla como ella es.
-Vamos. Tenemos que caminar y es un poco lejos…