La semana pasada al andar por mi barrio después de navidad vi a los niños con sus pelotas y bicicletas intentando jugar con sus hermanos y vecinos, buscando alguna brecha entre los carros que pasan apurados. Me vino el recuerdo y la añoranza de mis tiempos de infancia, igual que ellos, pero a mediados del siglo XX. ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío!
Por el año 1950, mi padre nos incentivaba a jugar con juguetes simples e inclusive llegó a hacer el carrito de carretel más hermoso, que tuve por unas pocas horas. Era para una pieza teatral infantil de mi escuela y después de la obra el carrito hecho especialmente para la ocasión desapareció misteriosamente.
Claro que él hizo otros carritos y yo mismo hice de diversos tipos. Era simple. Bastaba una tablita de 20 a 30 centímetros de largo por tres o cuatro de ancho y un centímetro de espesura, en la cual recortábamos el modelo (paseo, camión, camioneta) lo que quisiésemos y en la parte inferior, recortábamos el encaje para los carreteles como si fuesen las ruedas y neumáticos del vehículo. Solía jugar tanto que el encaje y el carretel quedaban bastante lisos.
Otro juguete que me gustaba mucho era el caballo de palo. Era el más simple de todos. El caballo de palo era construido con un pedazo de madera o con un palo que disponía de una réplica de cabeza de caballo implantada en la parte superior y un pequeño cordel (las riendas). Según las condiciones de la familia de origen de los niños, así también los caballos de palo eran más elaborados y construidos en materiales más improvisados o más nobles y sofisticados. Hasta los libros escolares contaban cuentos del caballo de palo. Recuerdo de uno con el título de “Tililico llegó” en el libro El Buen Colegial.
Nos encantaba hacer carritos de bueyes, una miniatura del carro de buey tirado por zuros y amarrado a los pares. A veces lo sofisticábamos y colocábamos cuernos de alambre en los zuros.
Vino la peteca, que era hecha de paja de maíz o de la bananera que cortábamos con un tamaño de cerca de 12 centímetros de largura y cuatro de ancho y después cruzábamos debajo de un trozo de teja lisa, doblábamos y amarrábamos o con fibras de bananera o con algún cordel común. Después solo bastaba colocar unas ocho a doce plumas de gallina y jugar con toda la alegría.
La peteca era un juguete para niños de ambos géneros. Y todavía está por ahí.
Las niñas tenían pocas variaciones de juguetes. En general jugaban con muñecas que podían ser hechas de paño rellenas con retazos o también se usaba una espiga de maíz, un pedazo de madera que enrollados en un paño simulaba ser un bebé. Es gracioso que muchos de esos muñecos improvisados “sobrevivían” por muchos días. Además, las niñas jugaban a hacer guisitos con comidas hechas en latitas de dulce de guayaba, mermelada, salsa de tomate o sardinas. Los guisitos, cuando las niñas se tornaban mayores se transformaban en delicias. Las muchachas jugaban también a las cinco marías, juego que nunca aprendí. Junto con los niños, ellas jugaban a saltar la cuerda, juego que permanece hasta hoy.
Los niños de sexo masculino, los llamados muchachos hombres, tenían una variedad mayor de juguetes. Jugábamos con la pelota de medias que era una obra de arte para quien sabía hacerla. Juntábamos varias medias viejas o un puñado de retazos y rellenábamos una de las mejores medias, amarrando una, dos o tres veces de un lado y otro, de forma bien justa y apretada. Era excelente para jugar en campitos al frente de la casa o en el patio.
De juegos, lo realmente gustoso eran las canicas. Lo que me intrigaba era que el juego de las canicas aparecía en un determinado período del año y después de algunos meses cesaba el juego. Nunca entendí el por qué. Las canicas aún están presentes con algunas restricciones.
Jugábamos finca, un juego que consta de dos adversarios que con un fierro puntiagudo hacen marcas en el suelo húmedo, rayando de punto a punto, de modo de estrangular o encerrar al adversario, impidiéndole moverse. Era simple pero exigía mucho cuidado, de forma que yo aceptaba el desafío. Existía también el bodoque que pasó a llamarse tirachinas. Una horquilla de madera, un par de gomas de cerca de 25 centímetros de largura, un centímetro de ancho y un pedazo de cuero que unía las dos gomas era utilizado para lanzar piedras con mucha fuerza.
Para nosotros, la cometa era en su época del año un juguete encantador. El jugar con una cometa involucra condiciones climáticas de vientos constantes. Hilos tipo 10 y carretes de madera, fabricados artesanalmente, ya formaron parte de la aventura. Hoy en día los carretes están cada vez más ausentes, siendo substituidos por latas en las cuales se enrollan los hilos. Era un juguete más caro que casi no hacíamos por escasez de dinero. De la misma forma teníamos que comprar hecho el trompo y por eso en mi casa solo entró uno que era de mi hermano. Lo mismo vale para el boliche que era raro. Con cajitas de fósforos vacías y un hilo de costura hacíamos teléfonos que realmente funcionaban.
Estaba la pierna de palo; también el propio neumático viejo de vehículos que rodábamos con las manos. Hacíamos corrupios, trompos y pitos. Un aro de rueda de bicicleta, un arco de barril, una rueda de fierro, todo sirve para hacer una carrera de ruedas. Arcos conducidos con ganchos de alambre. Los arcos también servían para hacer grandes corridas por las calles. Prácticamente no hay ningún interiorano con más de sesenta años de edad que no recuerde con añoranza su rueda o arco y como ella se mostraba indispensable para que más rápidamente pudiese ir a hacer los mandados de la mamá.
Después, de modo más sofisticado, apareció el yoyo, el fútbol de botones y el juego de damas.
Fui acordando y recordando y llegué a la conclusión de que en aquellos tiempos, aparte de que jugábamos y convivíamos mucho más con los vecinos, éramos más creativos y habilidosos pues producíamos nuestros propios juguetes. Buenos tiempos de niño…