Casi siempre cuando miramos nuestra infancia, lamentamos y sufrimos por aquello que un día deseamos y no tuvimos. Nuestra madre o nuestro padre puede no haber sido quien nos gustaría que fuese; nuestra salud nos puede haber creado frustraciones; pudimos haber tenido que mudarnos constantemente debido al trabajo de nuestros padres; tuvimos que soportar el dolor de que nuestros padres se separasen; nuestro padre o nuestra madre puede haber muerto cuando aún éramos niños o muy jóvenes; pudimos haber tenido una condición material difícil, a veces sin tener alimento y ropa suficiente; podemos haber sufrido humillaciones en la escuela; pudimos haber tenido que trabajar demasiado temprano y abandonar los estudios. Son muchas las marcas dolorosas que la vida puede dejar en la vida de un niño.
Cuando nos tornamos adultos cargamos el vacío de estos deseos frustrados, el peso de los traumas que sufrimos. Hay personas que se curvan sobre el peso de este pasado. Se desaniman. No tienen autoconfianza, coraje y alegría para continuar la vida. Otros se perturban y quieren exigir que las personas con las cuales se relacionan paguen la cuenta. “Si mi padre no me dio, mi novio, el pastor de mi iglesia o mi patrón, van a tener que compensarme”. Como si alguien tuviese que devolvernos aquello que era nuestro derecho y que nos fue robado.
Nos olvidamos que aquellos con quien nos relacionamos también cargan dentro de sí carencias y frustraciones. Y si todos quieren recibir, ¿dónde está el que va a entregar, aquel que tiene de sobra?
Es duro pero es verdad. Nadie tiene la obligación de compensarnos. Tornarse adulto es tornarse responsable. Nadie va a cargar en los brazos a un adulto de veinte o treinta años esperando que él crezca. Es necesario buscar fuerzas en sí mismo. Es necesario aprender a ser padre y madre de uno mismo. Es necesario buscar con las propias manos aquello que nos falta, aprendiendo a cuidar y a curar nuestras propias heridas. Podemos buscar esta ayuda y encontrarla. Pero quien esté a nuestro lado diariamente – marido, novia, amigo, hermana, colega de trabajo – no va a soportar que nos comportemos como un niño inválido e irresponsable.
Existe una alegría en tornarse adulto, autónomo y competente. Es necesario descubrirla. Es bueno descubrir que podemos cuidar de nosotros mismos. Ese niño carente que está dentro de nosotros puede venir a nuestros brazos adultos. Podemos mimarnos, darnos gustos, salir a pasear y estimularnos a seguir. Si descubrimos la alegría de ser independientes, podemos encontrar personas que quieran nuestra compañía. Entonces ahí, ya seremos capaces de compartir, de dar, recibir y amar.