La gordita espabilada

Publicado por Tarzan Leão 18 de agosto de 2010

“¡Listo!, dijo Alberto con tono conmemorativo mientras cortaba el celular. “¡Finalmente hoy voy a follarla!”, agregó eufórico.
             “¿A quién?, ¿a Cristina?, preguntó Kleber.
            “Qué Cristina ni qué nada. Hablo de Nara. ¡Qué pedazo de mujer!”, dijo Alberto suspirando. “Soy loco por las mujeres gorditas, tú sabes de eso, Kleber”, completó. “Más aún una fofita como la Nara. Se me corta el aliento sólo de pensarlo”.
             “¡No puedo creerlo! No sabía de tu preferencia por las gorditas, Alberto”, dijo Kleber riendo.
             “Ah, pero tú no entiendes nada de mujeres, mi amigo. ¡No sabes cuán calientes y mojadas son!… La verdad es que a mí también sólo me han contado”.
             “¿Quieres decir que nunca te follaste a una gordita antes?”
             “No. Pero finalmente llegó mi día. Marcamos para hoy en la noche, mi amigo”.
            Hace más de tres meses que Alberto andaba atrás de Nara, la gordita del segundo año de Derecho. Solterona, 1.68 cm de altura, 96 kilos bien distribuidos, 28 años, 30 más joven que él. Cuando se mudó a Paratiba hace poco más de ocho meses, Nara nunca se imaginó que pudiese conquistar a Alberto, el profesor de Sociología.
            Era casado hace 32 años con una promotora, la Dra. Elisa, 1.72 cm de altura, 65 kilos, profesora de Derecho Penal en la misma Universidad, sin embargo, la locura de Alberto eran las gorditas. Tan pronto como vio a Nara comenzó a envolverse, se enamoró: muslos gruesos, pechos enormes, mirada penetrante, sonrisa tímida y discreta, además de un paso suave. Nara era el tipo de gordita fatal: bien asumida, estar con sobrepeso en nada disminuía su autoestima, ¡era una perfecta monja carmelita, fantasía que todo hombre trae en su recóndito! Vestía blusas leves, pantalones confortables, pero sin esconder su corpulento pubis, que parecía más el capó de un escarabajo.
            Cuando llegó la noche, Alberto no se contenía de tanta ansiedad. No logró concentrarse en la clase de ese día, los alumnos habrían de entender que no era un día cualquiera en su vida. Miraba el reloj cada diez minutos y no veía la hora que llegaran las 21 y 30, cuando sonaba la señal para el intervalo. Cuando finalmente terminó la malhadada clase, él corrió directo al estacionamiento donde había acordado encontrarse con Nara, que ya lo esperaba. Esa noche ella vestía un insinuante vestido negro, de manera que sus generosos senos se ofrecían voluptuosamente.
             “Hola profesor”, dijo con una leve sonrisa en los labios. “Pensé que no vendría. Para dónde vamos, ¿puedo saber?”, dijo mientras entraba al coche.    
            Visiblemente tembloroso y agitado – esa sería su primer infidelidad -, Alberto encendió el auto, y tenía certeza de que su osadía la sorprendería.
            Veinte minutos después pararon en la portería del Motel Ritz, a la salida de la ciudad. “¿Suite con hidro y sauna?”, preguntó la recepcionista. En cinco minutos ya estaban en la suite máster, con bañera de hidromasaje, sauna, una TV de LCD inmensa exhibiendo películas sofisticadas y una pequeña pista de danza, donde Nara ya presentaba un striptease, exhibiéndose para Alberto que sudaba frío, al borde de un ataque.
             “Tengo una fantasía, ¿quieres realizarla?”, preguntó Nara mientras subía a la cama. “Claro que quiero”, respondió Alberto gimiendo bajo los casi cien kilos de la estudiante. Apenas el pobre profesor terminó de hablar, Nara sacó el celular y comenzó a fotografiar a los dos desnudos en la cama, a través de las imágenes reflejadas en el espejo.
            Concluida la sesión de fotos, Nara comenzó a vestirse. “Pero, ¿qué pasa?”, preguntó Alberto atónito. “No es nada, teacher. Es que la Dra. Elisa dijo que estoy reprobada en Derecho Penal, y yo necesito pasar, ¿entendió? Usted va a convencer a su esposa de rever mi nota, ¿o prefiere que yo haga eso personalmente? Ahora pida la cuenta, vístase y vámonos. ¡Lo que teníamos que hacer ya se hizo!”

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