¿Será el Benedito?
“Eso acontece, mi amor”, dijo Elisangela para consolar a su marido que no podía esconder su frustración por haber fallado en la noche de nupcias.
“Fue la primera vez que eso me aconteció”, se defendió Benedito. “Puede haber sido tanta emoción, mi angelito. Cuando vi ese cuerpo escultural, las carnes duritas, sin estrías, sin ninguna celulitis, esos pechos empinados, mi corazón se disparó. Estoy temblando hasta ahora, mira”, e irguió el brazo derecho, exhibiendo la mano trémula.
Ella lo abrazó. Su cuerpo caliente contrastaba con el de él, frío y tembloroso. Un hilo de sudor se deslizó por la frente de Benedito, bañando su rostro, enmarcando su evidente mirada de tristeza. Después de un breve silencio, él propuso:
“¿Y si lo hiciéramos de otra forma?”, sugirió, buscando una manera de satisfacer a la joven cuya excitación estaba a simple vista.
“No te preocupes, Dito. Tenemos una vida por delante”, respondió intentando disfrazar su disgusto.
“También puede ser por causa del cansancio. El día de hoy fue muy intenso y me sobrepasé con la bebida y la comida”, completó, buscando una explicación racional para su fracaso de esa noche.
“Ya te dije que no debes preocuparte. ¡Pareciera que es el fin del mundo! Y con su falta de experiencia continuó: “Tuve un novio, Tarcísio, que era virgen. A él tampoco le funcionó la primera vez. Pobrecito, casi se murió de vergüenza. Pasó varios días huyendo de mí. Me confesó que su mayor miedo era que yo les contase a mis amigas. Pero eso fue sólo la primera vez. Después casi me mata el condenado”, agregó riendo.
“¿Quieres saber una cosa? Creo que a todo hombre, en algún momento, no le funcionó, aunque ninguno lo asuma”.
“Esta es mi primera vez, lo juro”, se defendió. “Últimamente yo tenía algunas dificultades con Neide. Pero fallar, yo nunca fallé. En más de treinta años de casados era natural que uno ya no sintiera tanto interés por el otro. A veces pasábamos un mes, hasta tres meses sin hacer el amor. Yo salía con unas muchachas en Brasília. Ellas siempre elogiaban mi vigor”, dijo orgulloso de sí mismo. “Ahora vamos a dormir”.
Finalizó, girándose para el otro lado.
“Bueno, durmamos”, concordó Elisangela, aún pensando en lo que aconteció.
Cuando Elisangela despertó al día siguiente, casi no creyó en lo que vio sobre la cama, a su lado, había un desayuno como jamás vio en la casa de sus padres. Frutas de las más diversas, chocolate caliente, pan, quesos, jamón, galletas. La música sonaba con un volumen bajo, sólo lo suficiente para tornar el ambiente más romántico.
Aquella mañana, ahí mismo, en la cama, entre frutas, quesos y galletas, después de mucho esfuerzo, los dos se amaron, borrando así parte de la mala impresión causada la noche anterior.
Al anochecer lo intentaron nuevamente, pero para decepción de la pareja, una vez más Benedito no pasó de las preliminares. Para no dejar a Elisangela con ganas, él le hizo cariño de otras formas, sólo parando cuando ella sintió un orgasmo. Finalizado el acto, no intercambiaron ni una sola palabra. Preocupado, él casi no durmió, temeroso de fracasar otras veces. Y fracasó. Para su desdicha, si hiciéramos una estadística, él saldría perdiendo cuatro a uno contra Elisangela.
En un punto los hombres están de acuerdo: no hay mayor vejamen que quedar impotente en la cama con una mujer. Benedito, que ya la primera noche enfrentó problemas de esa naturaleza, quedó con dificultades enormes. Tan luego como Elisangela lo buscaba, él comenzaba a sudar frío con miedo de fallar. Pensó incluso en visitar a un psicólogo antes de decidir tomar Viagra. Un mes después, sólo un comprimido no bastaba. Para el bien de su matrimonio, pensó, necesitaba aumentar la dosis. Y esa fue su mayor equivocación.
(CONTINÚA…)