Tengo unas ganas inmensas de conocer a alguien que se ganó la lotería, pero tengo más ganas de conocer alguna persona que ganó uno de esos concursos de tapas de margarinas o de cajas de pasta de dientes.
Desde hace algún tiempo juego la lotería cada vez que el premio de la mega-sena sobrepasa los diez millones de reales. Hice una declaración oficial de que si gano no voy a quedarme con un centavo. Sólo quiero tener la certeza de que es posible ganar aquel prestigioso juego.
En el próximo concurso de esos del camión del Faustão, promovido por el canal de televisión Globo, también voy a participar. Antes de mi partida para otra vida, quiero eliminar esas dos curiosidades.
En los años 1948 y 1950, en frente a la casa donde yo vivía había una señora llamada Fiuca, que a pesar de soltera, para nuestra curiosidad, tenía media docena de hijos. En mi casa usábamos cotidianamente el jabón en barra, el mismo que era usado para lavar ropa, para bañarnos. Como regalo de aniversario recibíamos de nuestras hermanas más viejas una miniatura del jabón Lever que guardábamos para los días de fiestas religiosas. En la casa de la Ficua ellos usaban el Lifebuoy que era aún más perfumado. Todavía hoy, más de sesenta años después, siento el olor del del jabón en las vasijas de agua que lanzaban por las ventanas de los cuartos donde los niños, nuestros vecinos, se bañaban.
Ya en esos tiempos había una leyenda que decía que el jabón Lifebuoy ofrecía como premio un automóvil nuevo para quien encontrase la llave en su interior. El tiempo pasó y me mudé a Belo Horizonte en el inicio de los años sesenta. Aquí en la capital del estado, en los años siguientes, la leyenda continuaba. Ahora decían que era la llave de un Volkswagen Sedan, el popular escarabajo.
La creencia era tan fuerte que era común llegar a las farmacias y tiendas para comprar un jabón y todos ellos estaban con una pequeña señal de agujero de aguja que, según decían, los empleados perforaban con la esperanza de tocar la muy preciosa pieza de metal.
Teníamos un colega de pensión súper avaro, cuyo sueño era hacerse rico. Dicho sea de paso, hoy él es de hecho muy rico. En ese tiempo en las pensiones, repúblicas y hoteles los huéspedes se tornaban realmente amigos, y teníamos acceso a los cuartos y armarios de los otros.
Cierta vez, un amigo del colega avaro entró en su cuarto, abrió hábilmente el jabón e introdujo con perfección una llave de un escarabajo. Media docena de colegas sabía de la broma y todos estaban atentos, nadie comentaba nada. Un bello día, al tomar baño, nuestro amigo sintió la punta metálica de la llave. Él no contuvo la euforia y fue a contarle justamente al autor de la broma. Conversaron excitados y fueron a una farmacia en las inmediaciones. Como todos creían en la leyenda, allá le dieron, sin querer, más credibilidad a nuestra broma.
El asunto fue a parar a la Mila, que en aquella época era la única agencia distribuidora de vehículos Volkswagen en Belo Horizonte, y llegó hasta el conocimiento del Dr. Moacyr Carvalho de Oliveira, que era el dueño de la Concesionaria. Parece que hasta los empleados de la Mila creían en la historia.
Hecha la aclaración, nuestro amigo quedó hecho una fiera. Durante algunos días él no habló con la mayoría de los colegas del hotel, salvo con su gran amigo, que era el único autor intelectual y artífice de la burla. Después de esta, espero que alguien nos cuente o nos recuerde otras leyendas de marketing, que de tan bien engendradas acabaron pareciendo verdaderas verdades.