Cuando el europeo desembarcó en el litoral hoy dicho brasileño, nuestros indígenas no tenían tierra. En verdad, los íncolas ni se imaginaban que fuese posible “tener” un pedazo de tierra. Era el territorio el que los “tenía”, envolviéndolos con sus magníficas ofrendas y sus peligrosas amenazas…
El europeo, ya en el inicio del proceso de capitalización, llegó a estas regiones con un documento oficial que dividía previamente la tierra entre portugueses y españoles. Si no fuese para tomar posesión del suelo, jamás habrían encarado la furia del océano. Y la señal innegable de la posesión era el gesto de “dar nombre” a la tierra. Nombrar es poseer, el padre le da un nombre al hijo. El niño le da un nombre a su perrito: ¡el perro es mío! Tierra de Santa Cruz…
Para registrar la posesión producimos mapas. El indio brasileño no tenía mapas. Aún conviviendo con ríos y montañas, planicies y estrechos, jamás le pasará por la cabeza la idea de grabar en una cáscara de coco la imagen de su hinterland. Ya el europeo estaba dispuesto a pagar un alto precio por alguna carta geográfica, por más tosca y arbitraria que ella fuese, esbozada por los primeros exploradores del mundo austral.
Después de la posesión, banderas erguidas en lo alto del mástil como testimonio de la autoridad, se marcaba en el mapa una cruz: este pedazo es mío. El paso inmediato consistía en erguir una cerca para trazar límites entre lo propio y lo ajeno, aunque el muro y la cerca fuesen el símbolo de la alienación, robando de la tierra su libertad.
Dentro del espacio cercado, no existe la libertad. El buey ya está preso. Las gallinas están presas. El dueño está preso a su posesión: él es el poseedor, sin percibir que la posesión lo hacía poseído…
Fuera de la cerca, el indígena continúa su vida nómade, errante por todos los cuadrantes, recolectando el coco y la guayaba, cazando paca y tatú, pescando dorado y pacú. Pero ya no es tan libre como antes, pues la alta palizada le vedó el acceso a las áreas poseídas. Su cosmos se encogió.
Aún en pleno siglo XXI, andan discutiendo el derecho de que los indígenas posean algunos alqueires de tierra. Parece que eso no es exactamente lo que ellos desean. Allá en el fondo del alma, ellos deben soñar con otro universo, donde Tupã es el único dueño de la tierra, pero generoso como es, comparte todas sus riquezas con las numerosas tribus que erran por el espacio físico, sea cual sea el dibujo de urucú que trazan en su cuerpo.
Al final, todos mueren. Todos deben dejar la tierra. Y la tierra, siempre amiga, olvida que fue secuestrada y abre su regazo para envolver en un abrazo al indio y al europeo…
Y la libertad revive.