Es bien conocida la estatua griega del “Spinario”, genial trabajo de artista anónimo, datado del período helénico, Siglo I d.C.: un adolescente dedicado por completo al trabajo de extraer una espina del pie. Solo un dedo es el que fue herido, pero todo el cuerpo reacciona y se abalanza sobre el órgano vulnerado. La genialidad del artista logra reproducir las tensiones musculares de todo el organismo, concentrado en la tarea de atender a la necesidad de un órgano en particular.
Sería difícil encontrar una imagen más realista de aquello que en la Iglesia llamamos “comunión de los santos”. Aquello que alcanza a cada cristiano alcanza igualmente a todo el cuerpo eclesiástico. Vivimos – todos los bautizados – involucrados de modo inseparable en un proceso de salvación y santificación que no deja a nadie aislado.
Por otro lado, el hecho de no existir una torre de marfil para el cristiano nos deja a todos expuestos a las secuelas del pecado de toda la comunidad eclesiástica. Comulgamos en la gracia, sí, pero de cierta forma, también comulgamos en el pecado. Cada escándalo verificado en el cuerpo de la Iglesia alcanza a todos los miembros. El dolor es uno solo. La vergüenza también. Nadie puede decir: este pecado no es mío. Como mínimo tenemos la responsabilidad de haber rezado menos, de haber dado un testimonio débil, sin convicción. Pereza, rutina, desinterés, indiferencia: son pecaditos nuestros de cada día…
Nadie negaría que los méritos de Jesucristo, de la Madre de Dios y de la legión de los santos contribuirían para que la Gracia de la salvación alcanzase a todos nosotros. De la misma forma, una consciencia recta no negaría que nuestro pecado acaba resbalando sobre todas las personas de la Iglesia, escandalizando, desanimando y desilusionando…
Las imágenes tradicionales de los miembros de un solo cuerpo (cf. Textos paulinos – 1Cor 12,12ss, por ejemplo) y de las ramas de la parra (Jo 15) solo confirman esta verdad. Una rama enferma contamina todo el arbusto. Un órgano inflamado infecta a todo el organismo. Nadie puede proclamarse exento de ese contagio.
La conclusión de esta reflexión apunta claramente para nuestra responsabilidad individual sobre la vida de la Iglesia. Si la Iglesia no es mejor, es porque nosotros no somos mejores. Parece entonces que no tengo ningún derecho de reclamar de las fallas y pecados cometidos por mis hermanos de fe.