Hace cincuenta años nadie imaginaría que un grupo de fuerza podría oponerse al rollo compresor de los magnates de la industria y de los productores rurales. Pues él existe: son los ambientalistas. El brazo torcido en torno al nuevo Código Forestal da la medida de su poder.
Sin embargo la consciencia ambiental es algo muy reciente. Basta recordar que en 1958, cuando cursé la cuarta serie, nuestro léxico más completo, el “Pequeño Diccionario Brasilero de la Lengua Portuguesa”, de Aurélio Buarque de Holanda, ni siquiera registraba la palabra “polución”. Si no existía el término, tampoco la consciencia, ni el concepto.
¿Cómo explicar el rápido éxito del adoctrinamiento ambientalista? Sin duda fue el lenguaje adoptado: simple directo y concreto. El discurso en defensa del medio natural no nació con un manifiesto, como el de Marx y Engels, ni brotó de una monografía académica. Fue un romance el que levantó la cuestión… Estoy hablando de “Primavera Silenciosa”, Silent Spring, 1962, de Rachel Carson. Obra prima del romance social del siglo XX, el libro denunciaba el desaparecimiento de las aves causado por los pesticidas agrícolas culminando con la prohibición del DDT. Pero no es posible olvidar “Cómo era verde mi valle”, How was green my valley, 1939, de Richard Llewellyn, que en punzante narrativa retrata la destrucción de su tierra natal por una minera de carbón. Sobre este texto, John Ford filmaría una de sus películas más conmovedoras.
La ecología – repito – ¡es una absoluta novedad! En mi infancia todos los niños llevaban colgando en su cuello un tirachinas, un arma hecha de un gancho de arbusto. “Matar pajaritos” era un deporte aceptable. Hoy, cualquier niño en edad pre-escolar ya aprendió que “eso no se hace”. La “epidemia” de anencefalia verificada en Cubatão, en el inicio de los años 80, sería hoy imposible ante la nueva legislación ambiental que obliga a la industria a tener cuidados con el medio físico. Mi primer contacto con la ecología fue la obra de Roger Dajoz, “Ecologia Geral”, Editora Vozes-USP, 1973, que yo pasaría a mi hermana en sus estudios de biología, hoy postdoctorada en Genética Molecular. La obra llamó mi atención porque no me acordaba en nada de los áridos textos científicos, normalmente ahogados en fórmulas y ecuaciones cabalísticas. De hecho, creo que el científico común siente la necesidad de exhibir su especialización por medio de un argot que escapa al “lector común”. La complejidad pretende ser erudición. Pero el manual de Dajoz podía ser leído por los clientes del “Jornal do Brasil”. Sin caer en la vulgaridad, el autor era simplemente legible. La abundancia de ejemplos concretos, gráficos e ilustraciones transformaba la ciencia en algo accesible.
Pues no era un caso aislado. Los defensores del ambiente sabían que debían alcanzar a un público más amplio, formado por gente común, y su cruzada ecológica adoptó un discurso bien cercano al lenguaje de las calles. Por eso es que fueron bien entendidos. En poco tiempo los profesores se vieron en condición de intercambiar minuciosamente las tesis ambientalistas y divulgarlas en las salas de clase. Y vencieron la batalla.
Queda la lección. Tal vez aprendamos con ellos…